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Amor místico

Dada la realidad del asco, sólo se podría obedecer el mandamiento cristiano de querernos los unos a los otros, sin excepción, si todos amáramos a la vez a Jesús como hombre-Dios, y por supuesto por encima de todo (hacer de Jesús el centro de tu vida). O sea, si ya fuéramos todos cristianos. Porque sólo entonces quizás se pudiera vencer el asco natural que nos daríamos en tantas ocasiones unos a otros. Si amamos a Jesús, entonces (sólo entonces) guardamos su palabra y cumplimos sus mandamientos, mandamientos que se cifran en amarnos los unos a los otros. Jesús viene y nos dice que nos ama hasta el punto de dar su vida por nosotros, pero lo que exige a cambio (si nos queremos salvar) es que le amemos hasta el punto de entregarle la nuestra (en esto Marx era cristiano cuando dijo aquello de que si tu amor no despierta amor entonces tu amor es una desgracia: ¿amar para ser amado?). Pero el amor místico no cabe duda de que hace felices a los poseídos por él, capacitándolos para pasar por todo, por horrible que sea, con la sonrisa en los labios. Lo que lógicamente debía dejar perplejos y en el fondo entusiasmados a los romanos del bajo imperio.
O sea, al amar a los otros en realidad estaríamos amando no a los otros sin más, sino a los otros sólo en cuanto redimidos o divinizados; es decir, estaríamos amando a Dios o a lo divino que habría en ellos, y además lo amaríamos no con nuestro yo sin más sino con lo divino que habría en nosotros como humanos vueltos a nacer. O sea, la clave de la resolución del problema de la fe cristiana (del hecho de que la fe comience con la fe) estaría, más que en creer que Jesús es Dios, en amar a Jesús (estaría en la gracia, porque es Dios el que elige a los que le aman), como bien supo ver Wittgenstein. Sólo una humanidad que amara sin excepción a Jesús se podría plantear el amor a los hombres sin excepción, lo que dicen que es su mandato. Así que para poder realizarse como tal, el cristiano habrá de intentar, lógicamente, convertir a los no cristianos a toda costa, penetrando en todos los intersticios de la sociedad. Por eso Lucía Figar hace todo lo que hace en su Comunidad de Madrid, vivir para ver. Por eso en los voluntarios de caritas hay ese brillo en la mirada cuando ponen sus ojos en los necesitados, sin duda amor auténtico e indiscriminado que tú en absoluto te habrías merecido. Curros Enríquez describía así una imagen de Ignacio de Loyola: “A mística alegría no semblante/no peito a ira/ o sono na mirada”. Este es el amor místico de la alegría cristiana, que cuando se convierte en odio es capaz de incendiar el mundo y a sus habitantes. Así que el cristiano sólo lo puede ser de verdad en un mundo cristiano: “Un solo señor, una sola fe, un solo bautismo”, siempre cantaban ellos. El cristiano, si llega al poder, necesariamente convertirá el sistema educativo en una máquina de fabricar cristianos. No tanto por su interés en la salvación de las almas, sino porque su identidad de cristiano (la praxis del amor místico) le iría en ello.

El asco, politeísmo demostrado

Juan 13 es uno de los lugares en que Jesús dice aquello de amaros los unos a los otros como yo os he amado (“un nuevo mandamiento os doy”); y es que habría que tomarle a Él como ejemplo, que dio su vida por los suyos, por su Iglesia: en el límite, por el hombre. Vamos a suponer, que es mucho suponer, que tenga algún sentido mandar amar, que el verbo “amar” se pueda conjugar en imperativo (ama a EEUU si quieres que se te dé la nacionalidad americana (ir al cielo), y entonces vas y te pones a amar a EEUU). Es decir, vamos a suponer que mandar amar no se tuviera que traducir forzosamente en hacer como si amaras, por mucho que te sea indiferente o incluso odioso aquel a quien finges amar. Porque de lo contrario lo que se estaría fomentando con el mandamiento del amor no sería sino la sociedad de la hipocresía, de la santurronería, del falseamiento sistemático de las relaciones humanas.
Pero el problema, entonces, no sería tanto odiar a quien simulamos amar, sino tenerle asco. Según Zambrano si tienes asco a alguien es que tú Dios es diferente, o sea, eres de otra Iglesia. Y esto ya tendría más sentido en relación con el mandamiento de Jesús. Porque nunca en la vida se podría amar a quien te da asco. Mariano Rajoy, Fátima Báñez, el ministro Wert, De Guindos: pongamos por caso, hay que amar a nuestros enemigos (citaba Freud creo que a Heine cuando escribía que él perdonaría a sus enemigos de todo corazón, pero sólo después de verlos colgar por el cuello de los árboles). Si sólo fueran nuestros enemigos, si simplemente les odiásemos porque trabajaran para exterminarnos, entonces hasta se le podría encontrar algún sentido al mandamiento en apariencia delirante por antinatural (ama a tu enemigo). Porque ya se sabe que hay una dialéctica del odio y del amor. Puede que si asisto a una convivencia de F.A.E.S. y de las J.O.N.S., de esas que se seguirán celebrando en alguna Sierra, con ángelus y misa cada dos horas, el asiduo roce con él me revelara el lado amable de Wert, y acabáramos besándonos los dos por ejemplo con la Báñez, un trío enigmático.
Por eso el problema es otro, el del asco. Ahí no hay posibilidad ninguna de acabar en beso. Ocurre que se siente asco por alguien, esto es perfectamente real, se trata de una repugnancia básica, fisiológica tanto como teológica. O para decirlo mejor, lo teológico se traduciría como siempre en lo fisiológico. Y no hay modo de amar al asqueroso. Pero es que ni siquiera habría modo de hacer como si se le quisiera, probablemente ni de ser amable con él. Al asqueroso se le retira el saludo, como hacemos con una cucaracha cuando procuramos mantener la mirada elevada y no fija en el suelo. Con el asco irrumpe la sinceridad. Así que tenemos que concluir que Jesús daba su nuevo mandamiento para su Iglesia, para los suyos, o sea, para los que no se dan asco unos a otros porque comparten fe. Pero los suyos pensarán que esa Iglesia es la universal, que abraza a todos los hombres. Pero no, nada de eso, ahí está la experiencia del asco, el asco es real, y el asco testimonia inequívocamente que hay más Dioses, que Dioses hay muchos, que el monoteísmo estaría equivocado, ciego de voluntad imperial. Porque está claro, la manera infalible de que te obedezcan es que te quieran.

Terrorismo

Parece que habría dos tipos de palestinos, los buenos y los que EEUU y UE llaman «terroristas». Los primeros son al parecer los que se tragan todo lo que les hacen sin responder. (Será que respetan la voluntad de Dios, o si no puro miedo).
Cuando a los otros les etiquetan de terroristas, entonces quiere decir que sería bueno para todos asesinarles, masacrarles, torturarles, matar a sus hijos. Entonces se recompensa su exterminio.

No se entiende bien qué diferencia el terror de una bomba puesta en un mercado del terror de una bomba que deja caer un bombardero sobre el mismo mercado. Además, las dos bombas lo que intentan es obtener ventajas políticas, además de vengarse.
En fin, los medios de comunicación han de ser contados como munición y metralla, sin duda entre los bombarderos, pero también entre los que ponen las bombas a pie.

Lo que se ve es simplemente la guerra, con todas sus atrocidades de los dos lados. Pero lo que sucede es que no podemos soportar una desmesurada desproporción en las fuerzas contendientes, eso nos pone enfermos. Porque entonces se trata de guerras de puro exterminio. Y por otro lado, los que compartimos una cierta educación siempre iremos a favor del débil, sea cual sea (para eso hemos leído muchas veces El Quijote).
(También resulta insufrible, sobre todo, la mogiganga moralista del que mata, masacra y tortura en nombre de la ley, la patria y Dios, esa justificación que se busca para todo el carnicero nos hace vomitar. Sería menos canalla apelar a la mera supervivencia o a la razón de Estado, sería mucho mejor el simple cinismo).

Sinrazones de amor

Aunque por supuesto la filosofía es una de las formas del amor, sería conveniente que el filósofo no olvidara que hace mal en considerar como válidas en la polémica de las ideas las mal llamadas «razones de amor». Y es que ante todo no habría que confundir las cosas: las del amor son en sentido estricto sinrazones. Por eso es tan importante el amor, porque la vida humana no ha de reducirse a los límites de lo razonable y el loco que en todos nosotros se agazapa habrá de tener de vez en cuando la palabra porque de lo contrario nos volveremos locos de remate.
El amor a lo amable, el amor razonable de Descartes, es muy a menudo ese adulto o senecto «amor» de los registradores de la propiedad, los que todo lo calculan taimada y ladinamente.

María Zambrano y Nietzsche

A pesar de la tan probable androginia del pensador alemán (era completo en sí mismo como la naranja platónica de El banquete), yo me imagino a María Zambrano y Nietzsche como a la perfecta pareja, de esas que duran toda la vida precisamente porque se pasen el día discutiendo…

Desde que le introdujera a la lectura de Nietzsche el gran amor de su vida, su primo Manuel Pizarro, cuando ella contaba diecisiete años, no hay duda de que María Zambrano estuvo hasta su muerte perdidamente enamorada de Nietzsche. Lo que por supuesto, y sobre todo en el caso de una filósofa como ella, también conllevaba que intentara mangonearle continuamente, por todos los medios y usando todas las estrategias imaginables (aquí tendría que citar yo una muestra de la filosofía de los Simpson sobre la relación entre ser querido y ser mangoneado, y lo felices que somos casi todos en los dos casos).
Sobre todo, lo haría Zambrano ejerciendo contra él toda su violencia erotizada travestida de misericordia, piedad y compasión.
Para confirmar esto, atendamos a la compañía en que iba a situar a Nietzsche: San Juan de la Cruz, Miguel de Molinos, la Virgen María como guía y amparo de la filosofía, y no en último lugar Santa Lucía mártir. Es decir, lo iba a meter con todos sus amigos, los de ella, haciéndole olvidar a los suyos, los de él.
Para confirmar esto, tengamos nada más en cuenta que ella misma iba a tener la osadía de representarse a Lou Andreas Salomé como habiéndole fallado al filósofo, cuando lo que tenía que haber hecho como mujer la rusa, en su opinión, habría sido introducir un orden femenino en la vida de él, orden del que tanto andaba necesitado el pobre hombre. Pero como a Lou no le dio la gana, desertando así según María de su vocación de mujer, Nietzsche se precipitó en una autotortura ascética que le llevaría a obstinarse en desenmascarar toda mendacidad, por poéticamente que viniera presentada. O si no, peor aun, al absoluto horror del pensamiento del eterno retorno. Como si ya no se pudiera seguir al Nietzsche de la honestidad intelectual después de las catástrofes de crueldad del siglo XX de las que María había sido testigo y víctima. Si Dios ha muerto, mejor que no se sepa.

En fin, llama la atención la ambigüedad del honor que le concede al calificarle sucesivamente de «hombre subterráneo», «bienaventurado», «ser de la aurora», significando todo ello en buena medida su efectiva degradación a místico murciano del siglo octavo, o si no santón cristiano-musulmán, o si no del más lejano oriente. Con todo el bla-bla-bla característico, a la larga insulso, meloso e ininteligible que lo único que hace para nosotros es remedar algo parecido a la exaltación y a la profundidad. Por lo menos la madre y la hermana de Nietzsche parece ser que rezaban por él, para que Dios no le tuviera en cuenta todo el mal que estaba haciendo entre la buena gente de toda la vida.

Porque lo que deseaba María ante todo, con su amor declarado al filósofo, era introducir un orden suyo, de ella, en la vida del loco de Turín, con su también amor de filósofa; lo cual me lleva a pensar en que, seguramente, de haber sabido Nietzsche que la Zambrano venía a verle a Turín, un suponer, le hubiera venido de inmediato a la memoria aquella frase de Napoleón : «La única batalla que se gana huyendo es la batalla contra las mujeres» (Napoleón no necesitaba ser políticamente correcto porque era Napoleón).
O sea, lo que vienen haciendo los solteros de toda la vida, los que siguen sin querer internarse «en el jardín del matrimonio».