Archivo por meses: diciembre 2021

LA IDEA DE TONTO (MI PRÓXIMO LIBRO)

«Porque la única vacuna que existe, estudiar continuamente la realidad y los libros que hablan de la realidad, parece que no está al alcance de todos, y además no es eficaz en los que ya vienen de serie con la enfermedad de la majadería. Pero esto es lo mismo que decir no tomarlo jamás en serio [al tonto]. Tomarse en serio el peligro que supone el estúpido para la vida humana significa, paradójicamente, que no lo vamos a tomar en serio. Es decir, y esta es el arma, a mi juicio, que nos hará salir victoriosos de la lucha contra la estupidez, todo estriba en no dejarse despistar, en no olvidar jamás, en nuestro trato con él, que el tonto es tonto, y a tiempo completo, que no tiene otras opciones que la de serlo».   

LA TRANSICIÓN

La modélica transición española fue en el fondo una pura monstruosidad, como se echa de ver aún ahora en los personajes monstruosos que generó. Teratología, orgía de la confusión conceptual que se manifiesta desde entonces, como una losa que nos asfixia, en el «pensamiento español»

Milagro católico

La educación católica opera el prodigio de conseguir que la víctima se sienta culpable. Oí a un cura decir que es el modo más efectivo de imposibilitar el diabólico afán de venganza. En qué se iba a convertir esto si no!. Ya dijo Napoleón que la religión es eso que sirve para que los pobres no les corten el cuello a los ricos.

Nietzsche y el fin del cristianismo

La posición nietzscheana final respecto del cristianismo es la de la «guerra a muerte» en el Anticristiano. En el Crepúsculo se mantenía aún la idea del enemigo cuya supervivencia es para nosotros necesaria. Pero guerra a muerte significa simplemente desprenderse del cristianismo como enemigo. Es decir, en adelante ser cristiano será simplemente de mal gusto o incomprensible. Ese es el modo de que termine.

LOS PILARISTAS Y LA TRANSICIÓN

Decía muy simpaticonamente Fernando Savater aquello tan célebre de que «contra Franco vivíamos mejor». Pero Heidegger dejó muy claro que vivir-contra implica vivir-con, o no poder vivir sin. Los pilaristas, a pesar de las apariencias, nunca han podido vivir sin Franco. Sánchez Dragó reverenciando a Abascal, y Krahe con sus gracias irreverentes. En todos los casos la clave es edípica.

ESCENAS DOMINICAS: EL FALANGISTA

Uno de los tres mejores servicios al educando del colegio Virgen de Atocha de los Padres Dominicos es tan imposible de negar como los otros dos. Entre sus muros se decían y se hacían, y se dejaban de decir y de hacer, cosas tan extrañas, tan fuera del limitado sentido común del niño y el adolescente, que la curiosidad de los que estudiábamos en sus aulas se llegaba a excitar hasta extremos tales que desarrollaba enérgicamente en casi todos nosotros el pensamiento lógico, en todas sus formas, y aun el más fino atisbo instintivo. Mucho más que con los libros y las clases, dónde va a parar. Por poner un ejemplo, el misterioso caso de los hermanos Gijón. Nadie sabía a ciencia cierta qué hacían allí, cuál era su función en el complejo entramado docente-discente tan bien engrasado que era el centro. Profesores, alumnos, los curas, el conserje que como siempre era guardia civil retirado, los empleados de la limpieza, lo que hacían todos ellos estaba claro (aunque, como es habitual, menos claro en el caso de los curas). Pero ¿y los Gijones? Uno de ellos era persona se puede decir que normal, se le veía achuchado por las cosas de la vida común de aquellos años sesenta, se le veía nervioso yendo de un lado para otro con dos manojos de muchas llaves, uno en cada mano. Yo un día no me pude contener y le pregunté con timidez de qué era profesor. Se puso firmes inmediatamente, e hinchando el pecho bien levantado contestó que ¡profesor inspector! No sabía bien yo qué podía ser eso, pero después de observarle en su despacho, un cuartucho como de zapatero en la planta baja, pero que en lugar de suelas de cuero y diversas piezas de metal punzante y cortante se hallaba repleto de llaves colgadas por las cuatro paredes, aventuré la conclusión de que “profesor inspector” venía a ser algo así como amo de llaves. Además, un día me mandó a su mismo domicilio a pedirle a la mujer unas llaves que se le habían olvidado y le hacían falta. Un piso modesto lleno de niños, algunos arrastrándose a gatas por el pasillo, todos llenos de mocos, y una caca nada reciente en una esquina al lado de un sonajero y cerca de un zapato infantil tirado de perfil. Los hogares españoles en los años sesenta se habían convertido en auténticos criaderos o incubadoras en serie donde se dejaban la piel a diario las mujeres casadas, convertidas en fábricas humanas de la prole destinada a levantar el país.

El otro Gijón, don Isidro, era muy diferente, un tío muy raro, hoy algunos dirían “chungo”. De medio cuerpo para arriba tremendamente musculoso, hiperdesarrollado, se decía que era campeón de España de lucha grecorromana, de medio cuerpo para abajo unas piernas finas rozando lo escuálido, así que el conjunto un cruel contraste. No valían las bromas con don Isidro. Algunas veces llegaba y nos sacaba al gimnasio para luchar contra todos nosotros sucesivamente sobre el tatami. Y no es solo que, claro está, nos retorciera y nos tumbara a todos, sino que nos aplastaba contra el suelo hasta que casi se nos ponía la cara azul y se nos cortaba la respiración. (Con las excepciones del oso Muñoz y de Argimiro Julián, que le dieron mucha guerra, y de mí mismo, que el solo día que me tocó enfrentarme a él me moví tan rápido, impulsado por el pánico, que el gorila aquel no pudo llegar a trincarme por mucho que lo intentó). También solo de vez en cuando llegaba a clase y nos decía que nos pusiéramos a estudiar, pero con la muy seria advertencia de que el delegado apuntaría en la pizarra los nombres de los revoltosos, porque revoltosos siempre los hay, y además las veces que cada uno de los apuntados faltara a la más severa disciplina. Al delegado le decía que un alumno desconocido de todos era su confidente, y como no cumpliera con su misión ya se podía ir preparando para lo peor. Al cabo de una hora regresaba y sacaba a todos los que estaban apuntados en la pizarra en el orden ascendente de su gravedad delictiva. Entonces se ponía delante del desgraciado de turno, encendía un enorme puro y le soplaba el humazo en plena cara. Cada vez que la víctima tosía o cerraba los ojos le propinaba una tremenda bofetada. Pero no era este castigo el que más placer le causaba a don Isidro, sino el de enfrentar a dos de los delincuentes y exigirle por turno a cada uno de ellos que abofeteara al otro. A cada bofetada gritaba entusiasmado “¡más fuerte!”, “¡más fuerte!”, como en loco frenesí, hasta que las dos víctimas se caían por el suelo llorando y con la cara casi del color de la sangre. También ocurría que inopinadamente irrumpía en las duchas después de la sesión de gimnasia con otro profesor, armado con un zapato de dureza considerable y nos corría a zapatazos contra la piel desnuda, todos gritando de dolor y de terror.

Don Isidro era todo un enigma. Pero algo entendí de él el año 69, ese mes de julio en que los norteamericanos llegaron a la luna. Llevaban un tiempo los curas animándonos a pasar una temporada acampados en la sierra, que si los valores del montañero, la naturaleza obra de Dios, el aire puro fuera de la ciudad. Debió ser que a mis padres los liaron con la misma cantinela, pero el caso fue que de repente me encontré en un campamento de la Organización Juvenil Española, con un uniforme de pantalón corto y una gorra de béisbol en la que se podía leer “Iniciación” (¿iniciación a qué?, me preguntaba yo). Vi un mástil con tres banderas, la de Falange, la tradicionalista y en el medio la nacional del águila. También recuerdo haber visto desfilar al son de la música militar a jóvenes con el uniforme de la OJE propiamente dicho. Una mañana nos agruparon a los de la iniciación en una pequeña pradera, y apareció de repente el mismísimo don Isidro Gijón con camisa azul y boina roja, para enseguida subirse a una especie de podio. Al parecer nos iba a arengar (ya sucedía desde el primer día que, al despertarnos, por los altavoces nos daban la consigna del día, una costumbre extrañísima). Empezó relatándonos la vida de José Antonio, de lo que solo he retenido que era “de rancio abolengo”, si bien esto tenía la dificultad de que yo no estaba muy seguro de qué significaba “abolengo”, y además tenía entendido que el sentido de “rancio” era muy peyorativo. Ni mis compañeros ni yo hacíamos el menor caso cuando los mayores que aquí mandaban se ponían trascendentes hablando de su líder amado, fuese José Antonio o Jesucristo. Simplemente nos poníamos a pensar en nuestros asuntos, los que sí nos interesaban. Pero abruptamente el talento de orador de Isidro Gijón nos sacó de nuestro ensimismamiento al adquirir su discurso un tono casi patético:

«Porque ¿qué significa ser falangista? ¡Eso! ¿Qué significa ser falangista? Os voy a decir algo muy importante que sin duda os asombrará: ser falangista no es llevar la camisa azul, ser falangista no es cantar un himno, ser falangista no es desfilar con nuestra bandera. ¡¡Ser falangista es un estilo de vida!! ¡¡Un modo de estar en el mundo!!»

Alcanzó solo hasta aquí el verbo isidril, no dijo más. Pero con eso fue suficiente, porque yo pensé inmediatamente en el estilo de vida de Don Isidro Gijón, tal y como se manifestaba con nosotros en el colegio. Un frío glacial me atravesó todo el cuerpo hasta el corazón y tuve que irme de allí a toda prisa. No quise saber nada más de esa gente. Poco después volvería a las marchas por la montaña, pero esta vez con los scouts católicos y españoles. Para llegar a la conclusión, al final, de que gente normal, lo que se dice normal en el mejor sentido de la palabra, probablemente no la haya en ningún sitio.

ESCENAS DOMINICAS: EL CURA PEDERASTA

De las dos mejores cosas que se podrían decir del colegio Virgen de Atocha, por lo menos en el tiempo transcurrido de 1963 a 1974, una de ellas es que tuvimos que sufrir solo a un cura pederasta (bueno, también había otro, pero este no era cura). Y en once años un cura pederasta es muy poco, y dice mucho a favor de este centro educativo, habida cuenta de la miseria sexual que era general en la época, unida a la tradicional lubricidad de los colectivos religiosos del Catolicismo. Bien es cierto que se trataba de un catolicismo, aquel, que era nacional o mejor nacionalista, un catolicismo muy españolón, y ya se sabe que a la Legión les gustan las mujeres mucho más, incluso, que el mismísimo ron. Abundaban en sus aulas hijos de militares del ejército franquista, así que…Tampoco sé, por otra parte, si los pederastas tienen o no sus gustos particulares, es probable que no a todos les interesen los mismos niños o las mismas niñas.

Mi primer recuerdo del padre Gallego, de la Orden de Predicadores, data de mi temprana niñez en el colegio, verdadera caverna platónica. Un recuerdo enmarcado en inquietantes sesiones de lo que llamaban “catequesis”, que se celebraban en un sórdido salón de actos de construcción creo recordar que de madera. Varios grupos de críos en pantalón corto rodeaban a los catequistas (¿o catecúmenos?). Recuerdo muy bien a uno de ellos, un jovenzuelo (tal como lo veo ahora) al que, mientras hablaba sin parar, le sobresalía hacia fuera y hacia abajo el labio inferior (“belfo”), dejando a los críos divisar en su cara interna una especie de pústula blanquecina. Expulsando salivaciones de color crema a la vez que le resonaba la voz, el catequista o catecúmeno se explayaba sobre lo que sería un pasaje del Viejo Testamento. Solo recuerdo el nombre judeocristiano “Zebedeo”, pronunciado y repetido varias veces, “Zebedeo”, “Zebedeo”, y amenizado por escupitajos tipo spray de color crema dirigidos más o menos a los rostros infantiles. Fue entonces cuando hizo su aparición estelar aquel fraile con la jocunda intención de animarnos, comunicándonos una alegría más de nuestro tiempo que acertara a compensar la formativa severidad de la doctrina sagrada. Interrumpiendo a los catequistas, o catecúmenos, como haciendo un recreo que daba por legítimo, el padre Gallego, alto, delgado, de piel blanca como traslúcida, medio calvo y con gafas de sol en aquella penumbra, comenzó a bailar delante de todos los circunstantes, estupefactos, recogiéndose la blanca sotana por los bordes de abajo, mientras cantaba el aire aquel de Palito Ortega: “La felicidad que sentíamos, y todo gracias al amor”. Más adelante me iba a ser preciso recurrir al amor spinoziano al orden necesario de las cosas, amor más bien místico al orden natural o divino, para poder superar el trauma estético que me infligiera con su intervención el padre Gallego.    

A tus cinco o seis años, tras recogerte en sus brazos amorosos, se ponía a sobarte el padre Gallego por donde a su libido se le antojara. Y su libido era implacable, insaciable, hiperhormonada como estaba por la renuncia de su voto. Recuerdo bien un día al padre Gallego con las manos blandas y sudonas en mi cuello y situado a mi espalda, todo lo largo que era, mientras repetía mi nombre con mucho cariño. Y a la vez, justo en aquel momento, otros tres curas de aquellos, justo a nuestro lado, allí pegados, comentando sus cosas entre sí como si tal cosa, como si estuvieran acostumbrados al espectáculo del terror que se tenía que expresar en la mirada atónita y el silencio gélido del niño acojonado. Luego, con el paso de los años, hice un duro esfuerzo y supe comprender la tragedia del pederasta, presa de esa parafilia que le arrebata su capacidad de decidir. Supe de la dificultad de juzgarle con la debida ecuanimidad (aparte de que, como dice el Papa ese comunista, no es en absoluto lo peor la pedofilia, y hace tantos años las cosas se veían de otro modo). También leí las consecuencias de lo que le hace al niño o la niña el pederasta, que si la personalidad múltiple, que si el trastorno límite de personalidad, que si el suicidio. En fin, como pequeña aportación ya propuse una vez una medida equilibrada, que tendría la ventaja doble de librar al pederasta de la vergüenza pública y a su víctima de años de terapia y fármacos. Bien atado de pies y manos se le dejaría, ¿por qué no?, en una habitación cerrada e insonorizada a la merced del abusado, ya adulto, ya musculoso, ya consciente de todo, y poniendo a su disposición un bate de béisbol a poder ser de esos modernos de aluminio.

En fin, jamás lo contabas a un adulto, de la pura vergüenza. Pero el miedo se te hacía tan patente que a tus compañeros no se lo pudiste ocultar, y al final hablaste, y hablaste. Fue entonces cuando el padre Gallego dejó de aparecer por donde ibas tú, te quedaste sin las elocuentes demostraciones de su cariño. Y todo volvió a la normalidad. Alguna noticia me llegaría después, pero no puedo garantizar su veracidad. Que el sobremanera robusto, a la par que desenvuelto, Argimiro Julián, le propinó un puñetazo y le dejó en el confesionario sangrando por el labio y medio inconsciente. Que al final le pillaron con una de las mujeres de la limpieza y le “desterraron” a un “convento de castigo” en Asturias (con una mujer adulta sí que les castigaban, probablemente porque ellas sí lo contaban a los adultos). Lo que puedo asegurar es que no lo volvimos a ver. Hasta que empezó el Curso de Orientación Universitaria, el primer año que aquel colegio de curas admitió a mujeres como estudiantes. Entonces aparecería ante nosotros un sacerdote arreglado y serio, bien vestido, al que presentaron como el nuevo psicólogo que el centro ponía a disposición de los jóvenes para resolver esos problemas que muchos tienen en esa edad tan difícil. No había perdido el tiempo el padre Gallego en su retiro asturiano, se había hecho psicólogo estudiando a distancia. Y se nos ofrecía para todos esos problemas que ya se sabe tienen los jóvenes.

Me es imposible recordar el nombre de pila del padre Gallego, es probable que nunca llegara a saberlo. Cuando el otro día me acordé de él, volviendo a casa con mi perra, me picó la curiosidad y busqué algún dato en Google. Sale un tal Juan José Gallego, también dominico, que podría coincidir con el que menciono porque nació en 1940. Pero no, porque se ha pasado la vida en Valencia y en Barcelona, y además es especialista en exorcismos, y defiende al colectivo de “los poseídos” porque a su juicio es uno de los colectivos más abandonados que existen. Aunque claro, vaya usted a saber, porque el que sin duda estaba poseído, el pobre, era mi padre Gallego, y cabe la posibilidad de que, como psicólogo fracasado, pues ya se sabe que el diablo se pasa la ciencia por salva sea la parte, acabara practicando exorcismos, sobre todo sobre sí mismo.