REPASO A FREUD NO SOLO CUANDO TRUENA

        FREUD, MENTE Y CULTURA

Mariano Rodríguez González (Universidad Complutense de Madrid)

De familia judía, Sigmund Freud nació el 6 de mayo de 1856 en el pequeño pueblo moravo de Freiberg, hijo de Jacobo Freud, comerciante en lana siempre escaso de dinero, y de su esposa Amalia. Contaba nada más que cuatro años cuando tuvo lugar el traslado definitivo de los Freud a Viena, ciudad en la que transcurriría su vida hasta 1938, cuando emigró a Londres forzado por la persecución nazi. Allí moriría un año después.

            En el joven Freud, estudiante de medicina en el ambiente hiperacadémico de la Universidad de Viena, iban a pesar decisivamente lo que podríamos denominar cuatro líneas de influencia. Primero, la proveniente de la Escuela Fisiológica de Helmholtz, científico partidario de determinismo y el fisicismo más radicales. El representante de esta escuela en Viena, en cuyo laboratorio trabajó Freud, fue Ernst Brücke, defensor por lo demás del paralelismo psicofísico, esa doctrina, llamada a resolver el problema de la relación entre lo mental y lo corporal, que tanta influencia tendría en el primer Freud. En segundo lugar, la constituida por su formación neurológica, que condicionó la concepción del sistema nervioso como un aparato compuesto de redes asociativas organizadas por medio de influencias impulsoras. Esto tendría, no cabe duda, un importante papel en la posterior convicción freudiana de que la psicodinámica se podía y debía fundamentar en los procesos neuroquímicos. Por otra parte, la herencia darwiniana, que se acabaría plasmando en los aspectos genéticos tan dominantes en el Psicoanálisis, y en el interés de su fundador por la relación entre ontogénesis y filogénesis. En cuarto término, finalmente, son muy de tener en cuenta las inspiraciones recibidas de la obra de filósofos como Schopenhauer y Nietzsche, pensadores que «a golpe de intuición» llegaban a conquistar verdades que al Psicoanálisis sólo le eran dadas tras los más arduos esfuerzos.

            Pues bien, podemos decir para empezar que el objetivo básico y originario de Freud no fue otro que aplicar a la elaboración de una ciencia natural de la mente los principios de Helmholtz y Brücke: el paralelismo psicofísico garantizaba que los procesos nerviosos eran susceptibles de descripción física, pero también psicológica, mientras que por otro lado había que aprovechar que el modelo del funcionamiento nervioso fuese el arco reflejo. El sistema nervioso sería un instrumento básicamente pasivo, que permanecía en reposo hasta que era estimulado por energías exógenas, energías que había que descargar o derivar, en el sentido del principio de constancia helmholtziano.

            En el laboratorio de Brücke, Freud desarrolló una importante contribución que le pondría al borde de la teoría unitaria de la neurona que años más tarde descubrirían Cajal y Golgi. Pero en 1882, habiendo conocido a Marta Bernays y movido por su intención de formar una familia, abandonó su trabajo con Brücke para pasar a integrarse en el servicio psiquiátrico del Hospital General de Viena, a las órdenes del afamado Meynert. Tres años después le sería concedida una beca con la que marchó a París para estudiar en La Salpêtriere con el neurólogo francés Jean-Martin Charcot, que utilizaba la hipnosis como método de tratamiento de la histeria. Fue su influencia la que le hizo sospechar la posibilidad de que esta dolencia tuviera un origen psicológico, así como que se diera una conexión entre histeria y sexualidad. Interesado Freud por el fenómeno de la hipnosis, pasaría además una temporada en Nancy con Liébault y Bernheim.

            Nada de esto supuso el abandono de sus trabajos neurológicos: investigó las afasias y las parálisis infantiles, hasta que en 1895 entregó a la imprenta el Proyecto de una psicología para neurólogos. El propósito de esta obra es ya, abiertamente, el de establecer las bases de una Psicología concebida como ciencia natural: los procesos psíquicos serían en consecuencia representados como estados, cuantitativamente determinados, de partículas materiales. Juega un papel esencial en todo esto el mencionado principio de constancia, base de la futura teoría pulsional freudiana, entendido como principio del placer.

            Pero el trayecto que nos lleva a la fundación del Psicoanálisis como tal debe ser contemplado desde la perspectiva del trabajo de Freud con Breuer en el problema de la llamada “histeria”. Joseph Breuer era un médico muy conocido en Viena, con una brillante reputación de profesor y de investigador. Su influencia sobre Freud en estos primeros años no resulta fácil de exagerar. En su labor con las “histéricas” ya había descubierto que los síntomas tienen significado, y que la investigación de las causas del síntoma era a la vez una verdadera maniobra terapéutica. En 1893 ambos habían publicado, en colaboración, la «Comunicación preliminar», y en 1895 vieron la luz los Estudios sobre la histeria. Freud utilizaba el método catártico de Breuer, sometido a su autoridad y sobre todo a la fascinación que le produjo el famoso caso de Anna O. Pero pronto empezó a darse cuenta de sus limitaciones y a introducir importantes modificaciones, hasta que al final llegó al método de asociación libre, en el futuro el núcleo de la técnica psicoanalítica.

            Tal vez lo que mejor caracterice la personalidad de Sigmund Freud sea su hambre de conocimiento, una voracidad insaciable de conocimiento total, radical. Un afán verdaderamente tiránico que le llevaría a emprender el durísimo e implacable autoanálisis que tanto contribuyó a la constitución misma de la nueva psicología. Pero resulta muy complicado definir a Freud, su figura nos presenta demasiados aspectos, muchísimos ángulos. Además, sobre su persona se ha dicho casi todo lo imaginable, tanto por parte de sus rendidos hagiógrafos como por la de sus más crueles detractores. Con ocasión del quincuagésimo aniversario de su fallecimiento, Thomas Kornbichler publicó en Fránkfort una obra de título sumamente significativo: El descubrimiento del séptimo continente. El revolucionario burgués Sigmund Freud en el 50 aniversario de su muerte. Eso justamente habría sido Freud, un aventurero, un descubridor, un conquistador valiente y arrojado, pero también, desde luego, un «revolucionario burgués». Y además un «pionero de los modernos» y un «hijo del siglo XIX», y sin duda un héroe mitificado, como se puede deducir del brillo de veneración en los ojos de los devotos que visitan su casa-museo en Viena.

            Esa hambre de conocimiento sin límites hace que podamos aprender de sus mismas parcialidades, de los inevitables condicionamientos que marcan sin duda al mayor de los genios. Un ejemplo de los más eminentes es la actitud de Freud ante el «enigma» de la mujer, cuando no puede por menos que partir de un modelo masculino con el que comparar el desarrollo femenino: para que una niña alcance la feminidad «normal» deberán producirse tres cambios en su desarrollo, del modo activo al pasivo, del fin fálico o clitórico al vaginal, y de la madre como objeto (homosexual) al padre (heterosexual). En suma, lo que convencionalmente llamamos “feminidad” se explica como consecuencia de la envidia del pene. La mujer es un hombre castrado. Por si todo esto fuera poco, en la medida en que la mujer representa la vida sexual y familiar de la especie, estaría poco dotada para la sublimación y, en consecuencia, daría expresión en sus actitudes a la oposición a la cultura. Naturalmente, la crítica feminista se ha cebado en estos aspectos tan vidriosos del pensamiento freudiano, pero es el caso que hasta el momento nadie habría negado que Freud nos enseña con todo esto, del modo más riguroso posible, cómo y de qué manera percibe el hombre a la mujer. ¿Qué es la feminidad para los hombres?, sería, en definitiva, el interrogante de un hombre que no puede hacer abstracción de su condición masculina, el interrogante que aquí se trata de resolver.

            Son asimismo muy iluminadores respecto de su propia calidad humana los comentarios que el fundador del Psicoanálisis realiza en diferentes lugares de su obra sobre asuntos sin duda importantes, pero más o menos marginales en relación con el tema central. Por ejemplo, y por regla general con la cuestión de la guerra como telón de fondo, la actitud del hombre ante la muerte, propia o ajena, tanto desde el punto de vista de una época primitiva, «infantil», más o menos imaginaria, cuando desde la perspectiva de la Modernidad. Nos es dado así vislumbrar cuál fue la actitud profunda de Freud ante la experiencia de su propia mortalidad, cotidianamente atestiguada por la angustia que le traía su cruel enfermedad. Así admiramos la coherencia y la grandeza de su reacción ante el sufrimiento. De forma que estos comentarios marginales de Freud nos revelan a la persona que fue en mayor medida que las intrincadas disquisiciones del discurso analítico. Como cuando denuncia la indiferencia y la soberbia de los ricos ante la suerte de los desgraciados que no tienen donde caerse muertos, y se identifica con éstos en razón de la humildad de su propio origen, pero al mismo tiempo no tiene ningún reparo en echarle en cara al «experimento» soviético su ignorancia de la verdadera constitución psicológica de los hombres: la agresividad vendría en todo caso antes que la propiedad. Y es que Freud se sentía muy a sus anchas con las cáusticas observaciones de un hombre como Heine, lo cual se comprende perfectamente porque un médico de almas como él, que se pasaba nueve horas diarias tratando a neuróticos, se hallaba siempre muy en contacto con lo que Nietzsche había llamado el terrible texto básico del homo natura: ese hombre-naturaleza que celebraría la más escandalosa de todas las fiestas el día en que le fuera dado ver a sus enemigos colgando por el cuello de las copas de los árboles.

O también, en el caso de los comentarios que atestiguan una cierta actitud antinorteamericana de Freud ya desde los primeros años del siglo. Estados Unidos llegaba a provocar su más franca animadversión como país del culto al dólar y de la democratización plebeyamente trasplantada del terreno legítimo de la política al de la ciencia y la cultura. El «nadie es más que nadie» de la rebelión de las masas despertaba las iras del caballero decimonónico que incluso condenaba a los americanos por su manera de hablar: «Esta raza está condenada a la extinción. Ya no pueden abrir la boca para hablar; pronto no podrán hacerlo para comer», le dijo Freud en cierta ocasión a su médico Max Schur.

            Otro de los rasgos más notables del fundador del movimiento psicoanalítico lo constituía, sin duda, eso a lo que muchos no han vacilado en denominar adicción al trabajo. Freud vivió siempre entregado a una actividad febril; había en él, y la hubo hasta la vejez avanzada, una especie de tensión que lo impulsaba a trabajar. Por ejemplo, en la época de descanso en que acabó de redactar El malestar en la cultura, dejó escrito para uno de sus numerosos corresponsales: «¿qué voy a hacer? No se puede fumar todo el día y jugar a las cartas; ya no tengo resistencia para caminar, y la mayor parte de lo que se puede leer ya no me interesa. Así que escribo, y con ello paso el tiempo agradablemente». Fruto de esta labor sin tregua de tantos y tantos años sería asimismo la rápida difusión del Psicoanálisis desde comienzos de siglo. En 1902 se congregó en torno a Freud un grupo de médicos y de intelectuales profundamente interesados en la nueva criatura. Al principio se autodenominaron «Sociedad Psicológica de los miércoles», pero desde 1908 constituirían la Sociedad Psicoanalítica de Viena, con Adler, Stekel, Reitler, Federn, Rank y Jones, entre otros. El reconocimiento internacional no llegó hasta 1906, cuando Bleuler y Jung, desde Zúrich, se sintieron poderosamente atraídos por el Psicoanálisis, y también en Alemania se empezó a extender el movimiento. El Primer Congreso de Psicoanálisis se celebraría en Salzburgo en 1908 bajo la instigación de Jung, surgiendo de él el Jahrbuch für Psychoanalytische und Psychopathologische Forschung, editado por Bleuler y Freud y dirigido por el mismo Jung. Y para la difusión del movimiento en Estados Unidos resultarían decisivas las conferencias que impartieron Freud y Jung en la Clark University de Massachussets, invitados por Stanley Hall en 1909. A partir del año siguiente se multiplicarían las revistas y los congresos, iniciándose una espectacular difusión por casi toda Europa: en España participarían en ella dos de los intelectuales más notables de nuestra historia reciente, Ortega y Marañón.

Finalmente, no se puede dejar de señalar que Freud intervenía en las polémicas como un avezado luchador que llegaba siempre hasta las últimas consecuencias cuando se trataba de sacar adelante una posición o una tesis con la que se hallaba íntimamente de acuerdo. Las discusiones en torno a la pulsión de muerte nos ofrecen una buena ilustración de esto, pero su modo de actuar ante las inevitables disensiones que pronto iban a surgir en el seno del movimiento también lo testifican. Y es que en este terreno todo enfrentamiento político encubre profundas fracturas teóricas. Cuando Freud terminó enfrentándose a Adler en 1911, lo que estaba en juego, nada más y nada menos, era la doctrina de la etiología sexual de las neurosis. Cuando rompió dolorosamente con Jung en el año trece estaba saldando sus cuentas, entre otras cosas, con la concepción que hacía de la libido mera energía anímica indiferenciada, algo parecido al élan vital bergsoniano. Por consiguiente, no hemos de ver aquí, ni en otros casos por el estilo pero menos llamativos, la reacción intolerante de un Freud patriarcal que se opone, celoso de sus posesiones doctrinales, a cualquier innovación de sus sucesores. De lo que se trataba, por el contrario, era de defender la identidad y la integridad de un método terapéutico y de una teoría de la mente que habían sido arduamente conquistados.   

La grandeza de Freud estriba, desde cierto punto de vista, en la construcción de una teoría de lo mental muy potente en su capacidad explicativa, mal que le pese a Popper, pero siempre a partir de una experiencia clínica verdaderamente insuperable en lo que a cantidad y variedad respecta. Una teoría de la mente efectivamente basada en el trabajo diario del análisis de pacientes, labor que, por supuesto, hubo de cuajar en el marco filosófico-científico suministrado por la formación decimonónica de su creador, en especial entendida como empeño de fundación de una psicología nueva. Algo que siempre ha venido significando abrazar un proceder científico, pero a partir de una decisión filosófica previa en lo que respecta al posicionamiento propio en el crucial problema de la relación psicofísica. La de Freud se va a lanzar por encima de todo como una psicología de la pulsión o del impulso[1], una auténtica Triebpsychologie cuyo concepto capital, de perfil siempre provisional y abierto a revisión, nunca definitivo como supuestamente científico que sería, equivale en el fondo a una noción psicofísica que permite el ahora nada difícil tránsito de ese abismo que casi siempre se venía viendo como insalvable, el que media entre las experiencias conscientes y los procesos cerebrales. En otro de los fundamentales trabajos metapsicológicos del año 1915, mellizo del que aquí se presenta, denominado Pulsiones y destinos de pulsión, podemos leer que el de Trieb sería un concepto límite entre lo psíquico y lo somático. O más en concreto: «un representante psíquico de los estímulos procedentes del interior del cuerpo que arriban a la mente». Queda lo mental conceptuado de esta manera, en la nueva psicología freudiana, a partir del concepto radical y originario de pulsión, tomado como una especie de portavoz que representaría a esas exigencias o necesidades corporales que habría convertido el sistema nervioso en urgencias de descarga, alivio o disminución de la tensión energética que toda estimulación incrementa, rompiendo el equilibrio homeostático al que siempre tiende el organismo biológico. Es decir, para ponerlo en el sobremanera gráfico lenguaje freudiano, la pulsión o el Trieb no sería sino la «exigencia de trabajo», en principio cuantitativamente determinable, que su conexión con lo corporal impone a lo mental. La mente/cerebro encuentra entonces el sentido de su tarea, y de su misma existencia, en el manejo o control de los desequilibrios intensivos energéticos que tiene que conllevar la estimulación externa e interna, por supuesto en orden a la adaptación y a la supervivencia del organismo.      

Los trabajos freudianos que esta edición reúne, y que sin duda serían absolutamente estratégicos en la configuración de la teoría psicoanalítica, nos aportan el conocimiento al que iba a llegar su fundador en lo referente a la estructura y la función de lo que, de nuevo tan gráficamente, iba a denominar «aparato psíquico». Antes de llegar al primero de ellos, el estudio metapsicológico publicado en 1915 con el título de El inconsciente, Freud ya había fundado oficialmente el Psicoanálisis cuando el nacimiento del nuevo siglo, en su libro sobre La interpretación de los sueños, habiendo sido los fenómenos oníricos los que pavimentaron «el camino real» a la nueva psicología del inconsciente. En especial el célebre capítulo VII de esta grandiosa obra hallaría continuación en ese mencionado escrito que se puede leer el primero en este volumen. Al dejar de creer en sus neuróticos, por otra parte, ya se había dado Freud de bruces con la enorme relevancia de la realidad psíquica, así que no hay por qué establecer mayor distinción entre un abuso sexual efectivo y otro simplemente fantaseado si los consideramos como factores etiológicos de los padecimientos psiconeuróticos. También fueron sus pacientes, en conjunción con las enseñanzas de su autoanálisis, los que le llevaron a descubrir en toda su universalidad el «complejo de Edipo», presente en la tragedia sofoclea y en todas las vidas humanas. Un asunto este, el del “familiarismo” que decía Deleuze, convertido desde entonces en la creencia nuclear o identitaria de los psicoanalistas, por lo menos de los que se siguen reivindicando de filiación freudiana. En su último escrito, Compendio del Psicoanálisis, publicado ya después de su fallecimiento, podemos leer la declaración en la que Freud afirma que «si el Psicoanálisis no pudiera gloriarse de otro logro que haber descubierto el complejo de Edipo reprimido, esto solo sería mérito suficiente para que se lo clasificara entre las nuevas adquisiciones valiosas de la humanidad». Porque es el caso que las patologías neuróticas en general, como había sospechado ya Freud desde la época en que observaba los procedimientos de Charcot, obedecen a una etiología localizable en la biografía sexual del paciente.  

            Lo primero que nos tiene que asombrar, en nuestra condición de lectores atentos y curiosos, pero sobre todo sensibles, es la absoluta maestría de que el autor hace gala en su razonamiento global. Estaríamos aquí ante un Freud creyente sin reservas en el principio de razón, que no en vano irá a afirmar que el único Dios de los psicoanalistas, como por lo demás de todos los científicos, es el Dios Logos. La justificación del Inconsciente que se nos presenta en el primero de los trabajos aquí recogidos sería verdaderamente ejemplar justo en este sentido, también desde el punto de vista lógico y el filosófico, como tal una auténtica perla del famoso razonamiento abductivo que nos hace pensar no solo en Peirce sino también, por supuesto, en el mismísimo Aristóteles. Un tipo de inferencia, el tercero de los de la tradicional clasificación, que en este caso nos lleva a la mejor conjetura posible para poder dar cuenta del fenómeno, indiscutible, del que hay que dar cuenta, fenómeno consistente en el carácter lagunar de la conciencia, esos agujeros en su tejido en los que ya había reparado el genio de Schopenhauer, el padre filosófico de Freud, cuando descubrió el mecanismo psíquico de la represión como clave de la llamada “locura”. Hasta el punto de que, si no hiciéramos nuestra sin titubeos la hipótesis de un sistema psíquico Inconsciente, se nos haría imposible, radicalmente, la ciencia de la Psicología. El genio de Freud residió siempre en hacer suya sin ambages, y en insistir contra viento y marea, en la creencia racionalista distintiva del investigador policíaco, que se puede recoger en el lema de “busca a quien aprovecha el crimen”, podríamos decir sin temor a equivocarnos. Además, tenemos que pensar que, sin la conjetura del Inconsciente considerado como verdadera esencia de lo mental, el problema psicofísico sería de todo punto irresoluble. La firme decisión freudiana de considerar su metapsicología como un diseño científico avanzado del aparato psíquico, simplemente nos daría testimonio de que es perfectamente legítimo el punto de vista estrictamente psicológico, a los efectos metodológicos y epistemológicos que resultan necesarios para enmarcar el trabajo clínico con los pacientes. Una legitimidad que nos sirve en bandeja la posibilidad de una Psicología como ciencia autónoma. Pero en modo alguno quiere decir nada en contra del hecho evidente de la conexión de la mente con el cuerpo, particularmente con la actividad neurofisiológica del sistema nervioso central. Hasta el punto de que llegará Freud a contemplar la posibilidad de un progreso médico que haga al final redundante la terapia psicoanalítica en caso de poder sintetizar sustancias químicas capaces de devolver el equilibro energético al sistema nervioso que lo ha perdido. En definitiva, con el dualismo de la mente consciente y el cuerpo/cerebro, es decir, sin plantear un territorio de alguna manera intermedio, no cabe ninguna posibilidad de dejarnos de perder, como siempre hasta ahora, en el laberinto inmemorial del problema psicofísico, verdadera cruz filosófica de toda Psicología científica, obstáculo de excesivo calibre a su despliegue internamente coherente.

            Y a este magnífico rendimiento que el fundador del Psicoanálisis va a saber extraerle al hecho indiscutible de ser él mismo acólito del Dios-Logos, o sea, al hecho de profesar con verdadera devoción la religión bien sensata e ilustrada que es la del más estricto determinismo, Freud añadirá el asombroso talento de observador de personas, y sus discursos y conductas, que siempre y en todo momento le asistió, su genio analítico indiscutible. Es así, ayudado en el punto decisivo por este resorte tan personal de su genialidad como analista—pero sin echar en saco roto, por otra parte, algunas lecciones de la primera crítica kantiana tal y como le habían llegado vehiculadas por Schopenhauer, lecciones que hacen referencia sobre todo al asunto que a él más le fascinaba, el de la cosa en sí (Ding-an-sich) como noúmeno—, como Freud irá poniéndonos ante los ojos una a una, en el fondo muy paradójicamente, las características del Sistema Inconsciente, en tanto verdadera Ding an sich psíquica. En especial su ignorancia de la negación, del principio de contradicción, y su falta o ausencia de tiempo, su atemporalidad. Y es que está muy versado Freud, a partir de todo lo aprendido en su trabajo con los sueños y las historias y los síntomas en general de sus neuróticos, sobre todo, en los rasgos más notables del modo de manifestarse que es el Inconsciente de los humanos. Por ejemplo, ha descubierto que en ese sistema que es el núcleo de lo psíquico, nadie cree de verdad en la posibilidad de su propia muerte, o sea, que a ese nivel de lo profundo nos creemos o nos vivimos como inmortales. No se puede representar el Inconsciente nada negativo, en suma, igual que el transcurso del tiempo es incapaz de alterar ninguno de los contenidos allí sumergidos o depositados. Todo está tal y como estuvo desde el principio, de modo semejante a como hay unas siete Romas, cada una encima de la otra, y la exploración arqueológica las puede ir desenterrando para mostrarnos que nada en absoluto ha cambiado en ninguna de ellas. Para la buena fortuna de esta gran empresa de investigación de la verdad que es la freudiana, por supuesto que todo depende de la viabilidad técnica o metódica de hacer consciente lo inconsciente. Porque el Inconsciente en sí mismo sería como la cosa en sí, absolutamente incognoscible. Lo que ocurre es que Freud, como un verdadero Kant del mundo interno o psíquico, habría dado con un método que nos puede hacer accesible algunos contenidos inconscientes. Para lo que se viene a contar, como no puede ser menos, con el “hecho” suplementario de que la realidad interna o psíquica, en el sentido más propio de la palabra, no sería de tan difícil acceso como la externa de la percepción.

            Pero naturalmente, puesto que el Psicoanálisis se nos anuncia en estas páginas como una psicología dinámica, en una línea histórica que en la Filosofía habría sido inaugurada por Leibniz y luego subrayada lúcidamente por Nietzsche, la prueba casi definitiva de la conjetura del Inconsciente no será sino la de que, suponiéndolo y trabajándolo, manipulándolo por así decir en la terapia analítica, entendida como cura a través de la palabra, se van a poder constatar efectos y cambios importantes tanto en el discurso consciente como en la acción racional de los sujetos humanos. Sin ir más lejos, si nos limitamos al interés del clínico, que se mitiguen o hasta desaparezcan las compulsiones, las fobias, las conversiones, los dolorosos bandazos de la manía a la depresión y viceversa. El talento freudiano en el manejo sistemático, implacable, del razonamiento abductivo irá haciendo surgir la auténtica catedral, más bien gótica, que es la teoría psicoanalítica de la mente. Por decirlo como él, el diseño del aparato psíquico que contemplaría toda operación, actividad o fenómeno mental en la manera propia de una exposición metapsicológica, entendiendo por tal aquella que nos permite describirlo según sus relaciones dinámicas, tópicas y económicas.

            El afán persecutorio del investigador de delitos, lo que podríamos denominar su placer en la pasión venatoria, se manifiestan asimismo en ese cuidado por el detalle, esa minuciosidad en las descripciones de que hace gala a cada página el fundador del Psicoanálisis. Llegando muy frecuentemente a extremadas sutilezas que, así de pronto, tal vez repelan un poco al lector de poca paciencia especulativa, porque a buen seguro tendrían un cierto aire escolástico, pesadamente académico, se podría decir en suma que decimonónico. Es muy lúcida la manera, incluso demasiado, en que se diferencia aquí qué se entiende por impulso, representación, sentimiento o afecto, en lo referente a su índole inconsciente o consciente respectiva; o el modo en que se analiza cómo se efectúa el tránsito entre los dos o los tres sistemas, desde el punto de vista del paso o no a través de las correspondientes censuras psíquicas de los contenidos mentales. Pero, sobre todo, el análisis del mecanismo psíquico de la represión, una de las piezas de toque principales del freudismo, se nos presenta en este primer escrito de una manera impecable, casi diríamos según el orden geométrico

Esta insuperable finura freudiana en la exposición del mecanismo de la represión, sobre todo en cuanto a los efectos de inmersión en lo Inconsciente de representaciones mentales, llevará incluso al fundador del Psicoanálisis a forzar los límites del alemán común para formar un auténtico lenguaje técnico que, si lo contemplamos desde los ojos de Wittgenstein, solo estaría justificado, en su alarmante apartamiento del ordinary language,en la medida en que no se pudiera pasar sin él para expresar las novedades radicales de los descubrimientos freudianos. Y así, las representaciones mentales (Vorstellungen), consideradas como portavoces conscientes o inconscientes de las pulsiones, pulsiones de las que no se puede decir que sean ni conscientes ni inconscientes, serán caracterizadas o incluso definidas como, literalmente, Besetzungen. Esto es, “ocupaciones”, como cuando decimos que las tropas han ocupado o tomado una colina o una ciudad. Pero esta palabra alemana iba a obligar a forzar traducciones castellanas tan dudosas e inverosímiles, pero al mismo tiempo tal vez tan inevitables, como “cargas” de representación, o incluso “investiciones” de representación, de los verbos cargar e investir, respectivamente. De manera que Freud llegará a quedarse tan fresco diciéndonos algo tan poco sencillo de pensar como que las representaciones mentales serían, en el fondo, no otra cosa que ocupaciones (por la energía pulsional, por ejemplo, por la libido) de huellas de recuerdo o huellas mnémicas. Mientras que la otra manifestación psíquica del impulso, paralela y por supuesto vinculada a la Vorstellung, la “cantidad” de afecto, el “monto” de afecto (Affektbetrag), correspondería, por el contrario, a procesos de descarga (¿de “desocupación”?), procesos cuyas últimas fases son percibidas como sensaciones. Con toda esta terminología tan particular, y en el fondo tan metafórica, pero por ello mismo tan sugerentemente precisa, Freud va a diseccionar como el más habilidoso de los carniceros las complejas peripecias del tráfico de los procesos mentales entre los diferentes sistemas psíquicos, y sus censuras limítrofes, esas que dan contenido inteligible al proceso de la represión como clave que es, cuando no logrado, de la patología mental psiconeurótica.

            La creatividad literario-técnica de Freud no se contenta con llegar hasta aquí, lo que ya sería llegar muy lejos, sino que todavía va más allá cuando se trate de hacer un hogar terminológico para lo descubierto en su aproximación a los padecimientos no neuróticos, de tipo diríamos que psicótico o si no «narcisista». En este abstruso terreno del analista se cumple una vez más la máxima general de que aquello que nos permite ver con mayor nitidez la lupa del llamado trastorno mental es lo mismo que podríamos contemplar en la psicología digamos que “normal”. Y es que de aquí va a extraer Freud una conclusión realmente importante para la filosofía de la mente de nuestros días, nada menos que la conciencia como tal va vinculada siempre a la palabra, con lo cual nos referimos a este tipo de conciencia absolutamente especial que sería la humana. ¿Cómo da expresión a este descubrimiento capital, ya presente en Nietzsche, ya presente en el mismo Schopenhauer casi con seguridad? Pues simplemente diciéndonos algo así como que la representación consciente abarca la Sachvorstellung más la correspondiente Wortvorstellung, mientras que la representación inconsciente es únicamente la Sachvorstellung. Esto es, el sistema Inconsciente es plenamente mental porque se trata, con él, de un dispositivo representacional o intencional: pero lo que le priva de conciencia, simplemente, es la ausencia de lenguaje, el hecho verdaderamente constitutivo de que sus representaciones serían “solo” representaciones(de)cosa. Para que esos contenidos pasen del sistema Inc. al Pc. se requiere que a estas representaciones podríamos decir que mudas se añadan representaciones(de)palabra. Enlazar palabras a representaciones que no son (de) palabra es lo que convierte a estas últimas en conscientes. 

            «El sistema Inc. contiene las ocupaciones-cosa de los objetos (die Sachbesetzungen der Objekte), las primeras y genuinas ocupaciones (o “cargas”) de objeto; el sistema Pc. nace en el momento en que esta representación-cosa es traducida por el enlace con las representaciones-palabra que a ella corresponden. Podemos sospechar que tales traducciones son las que introducen una organización psíquica superior, haciendo posible la disolución del proceso primario por el proceso secundario que domina en el Pc.» 

Sacaríamos de aquí, por otra parte, un más cabal entendimiento de la posibilidad de la talking cure analítica como algo nada enigmático:y es que, en las neurosis de transferencia, la representación no concebida en palabras, o el acto psíquico no traducido, en este sentido de la cita de Freud, vuelve a permanecer en el Inc. como reprimido.

            También sacaríamos de aquí la comprensión, por lo menos relativa, del parecido ocasional pero que se hace notar, verdaderamente repelente, entre el discurso paranoico y el filosófico: siempre que pensamos de un modo demasiado abstracto corremos el peligro de desatender las relaciones de las palabras con las representaciones-cosa inconscientes.

               El escrito capital que iba a ver la luz en 1923 con el título de El yo y el ello cumple todos los requisitos imaginables para ser considerado como la auténtica culminación y el definitivo remate de esa empresa, ambiciosa y colosal, a la que Freud denominara metapsicología. Su planteamiento se inicia con la minuciosa conexión de lo recién ganado en esos comienzos de los años veinte, sobre todo en Más allá del principio del placer, con casi todo lo que de relevancia teórica había ido conquistándose con anterioridad en el mismo Psicoanálisis, desde el inicio mismo del siglo en la obra sobre los sueños. Es decir, todo lo concerniente, una vez más, a la afirmación incontestable del sistema y las representaciones inconscientes, una realidad descubierta en el trabajo analítico a partir del examen del mecanismo de la represión. Y además, en particular, lo relativo al modo en que lo reprimido inconsciente puede hacerse consciente, o sea, toda la cuestión del tráfico entre los diferentes sistemas psíquicos, como ya vimos, a través del enlace de las representaciones-cosa con las representaciones-palabra (Wortvorstellungen) correspondientes. Estas representaciones-palabra serían restos mnémicos que al principio fueron percepciones, de modo que esa palabra sería resto mnémico de la palabra oída. Para Freud, solo puede llegar a ser consciente aquello que ya fue alguna vez percepción consciente. El papel de las representaciones-palabra quedaría entonces completamente claro, concluyendo el asunto de una manera que, por repetirlo, nos había anunciado ya Nietzsche con su célebre conjetura sobre el papel de la conciencia. Y es que por su enlace con la palabra, y solo por él, las operaciones internas del pensamiento pueden llegar a ser objetos de la percepción (consciente).

            Una vez asegurada o más bien ratificada toda esta plataforma teórica, la de la llamada primera tópica, se pasa a sugerir al lector, de un modo, la verdad, no del todo preciso, algunos motivos por los cuales esta sería insuficiente, o por los que ahora sería reconocida como no demasiado útil por sí sola para los propósitos del Psicoanálisis. Y entonces, casi abruptamente, haría su aparición estelar el Yo, ese pobre Yo, abriéndose con ella la exposición del modelo estructural de la mente, puede que la aportación freudiana considerada definitiva. Un modelo estructural que en verdad es sin duda y por encima de todo funcional. Podríamos observar que la consigna, tan socorrida en una cierta época, de tomarse a Freud en serio, no nos tiene por qué llevar ahora como antes a introducirnos en el lacanismo. Simplemente bastaría con tomar plena conciencia, filosófica, del significado y las implicaciones antropológicas de tan vasto alcance, de las consabidas tres funciones psíquicas reveladas por la reflexión freudiana, Ello, Yo, Super-Yo, y sus relaciones estructurales. Puesto que la mejor manera de caracterizar a cada una de las instancias es determinando sus relaciones con las otras dos.

La situación del pobre Yo es sin duda lastimosa, o si preferimos revestirla de cierta dignidad, incluso trágica. Porque ya se sabe, sería el Yo como un rey que tiene a su cargo tareas sin duda vitales para la misma continuidad del conjunto psicofísico, sobre todo la de propiciar su imprescindible instalación en el principio de realidad. Una instalación urgente en el cauce de la razón astuta, digamos, instrumental, cauta, siempre atenta a la oportunidad de realizar hasta cierto punto alguno de los innumerables deseos del Ello. Pero como es bien sabido se trata de un rey que carece de un poder de verdad propio, como mera continuación del Ello que es, esa parte del Ello modificada por el influjo del mundo externo. El jinete-Yo quiere domar y guiar al caballo-Ello, incluso de la mejor manera, o la más eficaz posible, pero en cualquier caso para llegar allí donde desea éste. Es una vez más la tradicional imagen del piloto, del timonel, pero de un piloto que sirve y en absoluto manda. Igual que había dicho el gran Hume, la razón no es ni ha de ser otra cosa que esclava de las pasiones. Lo dijo el filósofo escocés en el sentido de que no le vamos a poder asignar a la razón otro oficio que sea de verdad comprensible, dentro de la óptica naturalista. En efecto, aunque el Yo emana de la percepción, y su mundo es el de las percepciones (igual que el mundo desconocido del Ello sería el de las pulsiones), y tiene por lo tanto su núcleo en el sistema Cc., es también inconsciente y entonces en buena medida desconocido. Su papel es el de mediador, algo así como un político o un mercader que intenta conciliar, si hace falta hasta el agotamiento, los deseos del Ello con las exigencias del mundo externo. Estaría muy claro, entonces, aquello que básicamente somos los seres humanos: «Para nosotros un individuo es ahora un Ello psíquico, desconocido e inconsciente, sobre el cual se sienta el Yo superficialmente, desarrollado como núcleo a partir del sistema Cc.». No hay fronteras ningunas, en absoluto el Yo estaría separado nítidamente del Ello, sino que se continúa en conjunción con él “hacia abajo”.

Pero el verdadero golpe maestro de Freud no sería en esta obra el asunto este tan consabido, ni tampoco la actualización de su teoría pulsional en la forma definitivamente dualista que todos conocemos, puesto que ese capítulo concreto de El yo y el ello en realidad recogería una temática ya suficientemente colonizada, sino el de mostrarnos de qué manera se podría entender tanto la génesis como la naturaleza de los valores sociales y éticos. O sea, de aquello que la especie humana se ha venido acostumbrando a considerar el ámbito de lo valioso por antonomasia, el asiento de nuestra dignidad, lo superior, lo más elevado o lo sublime en nuestra condición. Y ello mediante una doble operación, sin duda espectacular e impresionante, magistral. Primero, examinando las condiciones psicológicas de posibilidad del llamado Ideal del Yo, o también ahora Über-Ich, Super-Yo, a partir de lo esencial que fuera aprendido en sus estudios en torno a temas tan cruciales como el narcisismo, la identificación y la «melancolía». Segundo, siguiendo en sentido inverso la génesis de ese Super-Yo hasta su mismo origen en el “ocaso” del complejo de Edipo. En resumidas cuentas, va a dar la impresión de que la forzada renuncia a un objeto de amor, es decir, la retirada de una «ocupación o carga de objeto», se puede lograr solo a costa de identificarse uno con él, de introyectarlo, erigirlo en el propio Yo como monumento conmemorativo, en el sentido de una verdadera modificación perenne de nosotros mismos. Así es como revelará Freud algo importante: la conexión, constitutiva para el primero, entre el Ideal del Yo y el Ello individual-comunitario. Enmarcando nietzscheanamente todo el tema, habría que decir que lo más elevado de la cultura expresaría lo más bajo o incluso, según palabras del mismo Freud, lo peor de nuestra naturaleza, lo que está contenido en el Ello. Algo así como una transvaloración freudiana de los valores, sin duda solo esbozada. Pues no se puede negar, desde sus supuestos, que lo peor es condición de lo mejor, o para decirlo mejor, lo peor y lo mejor estarían en los humanos inextricablemente entreverados. 

«Aquello que en la vida psíquica individual ha pertenecido a lo más profundo, se convierte a través de la construcción del Ideal en lo más elevado de la mente humana en el sentido de nuestras valoraciones».

«Mientras que el Yo es esencialmente el representante del mundo externo, de la realidad, el Super-Yo se le enfrenta como abogado del mundo interno, del Ello. Los conflictos entre el Yo y el Ideal reflejarán en último término—ahora estamos en condiciones de comprenderlo—, la oposición de “real y psíquico”, “mundo externo y mundo interno”». 

            Cuanto mayor tuvo que ser el esfuerzo para vencer los deseos edípicos en su momento debido, con tanta mayor severidad juzgará el Super-Yo después la conducta del Yo, pero también sus pensamientos, lo que supone un notable inconveniente económico. Hasta llegar incluso a castigarlo cruelmente con ese sentimiento inconsciente de culpa que con frecuencia se opone al restablecimiento de tantos neuróticos, o incluso llevaría a algunos al crimen. No en vano sería el Super-Yo la introyección de la figura del Padre, de los padres, como inmortalizada en el Yo. Y a partir de los padres, la figura de la autoridad protectora de Dios y su providencia, autoridad venerada pero temida, o si no la del destino que tantas veces se dice cruel. Todas juzgando al Yo, midiéndolo en cuanto a su proximidad o su desviación del Ideal, acusándole como conciencia moral que además enlaza con los imperativos de la tradición cultural. Las elevadas exigencias morales que a sí mismo acostumbra a aplicarse un logrado representante de nuestra cultura occidental, igual no pasan de ser otra cosa que pura pulsión de muerte con la que un Super-Yo desbordante de sadismo tortura a un Yo convertido en su víctima. Un desdichado Yo que a lo mejor evita llegar hasta el suicidio con la estratagema de invertir bruscamente ese ataque salvaje dirigido contra él, esa depresión, en manía triunfal, el otro polo. Para decirlo en los términos freudianos más recurrentes, hay que observar que cuanto más limitan los hombres la descarga externa de su tendencia a la agresión, tanto más agresivamente se comporta su Ideal del Yo contra su Yo.

            Si la más interesante de todas las servidumbres del Yo está en aquella que lo supedita al Super-Yo, no es sino porque con ella se da cita, en el fondo, su más radical servidumbre al Ello, que es el verdadero dueño del Yo. Es cierto que la angustia tiene su sede en el Yo, pero en el bien entendido de que la tal angustia remitiría en último término a la angustia de castración, o sea, el peligro supremo es el de la pérdida del amor: «Por tanto la vida significa para el Yo lo mismo que ser amado, ser amado por el Super-Yo, que también aquí se presenta como representante del Ello. El Super-Yo representa la misma función protectora y salvadora que en un principio representó el padre, y más tarde la providencia o el destino». Pero por su servidumbre al Super-Yo se abriría el Yo a la dimensión sociocultural que le es esencial, en cuanto se hallaría en buena medida condicionado por su conciencia moral, asimismo muchas veces inconsciente. De modo que el Psicoanálisis es desde el comienzo no solo psicología individual sino a la vez psicología social, y la obra entera de Freud vale entonces también como Teoría de la Cultura, particularmente la que es propia de un verdadero crítico de la cultura.

            En el tercero de los libros que en este volumen seleccionamos, el fundador del Psicoanálisis se interroga por las condiciones psicológicas de posibilidad del hecho, indiscutible para él y para otros investigadores notables de su momento histórico, de la profunda transformación que se opera en los individuos cuando estos pasan a formar parte de lo que por entonces se denominaba tan a menudo «masa», como por ejemplo integrándose en alguna de esas dos masas “artificiales” que serían la Iglesia o el Ejército. Ya sabemos que según el célebre Le Bon, en la masa el individuo dejar de ser él mismo para devenir abúlico autómata; o bien, para ponerlo más en los términos caros a Freud, el hombre civilizado se convierte entonces en «bárbaro», puro ser pulsional (Triebwesen). Porque entonces para nada le importa la verdad y lo real, sino mantenerse a toda costa en la ilusión. Para dar con las causas de semejante cambio, tan drástico, tan espectacular, entendiéndolas por supuesto en el sentido realista, Freud va a recurrir ahora a toda la artillería pesada que conforma, y que viene a involucrar de alguna manera, la doctrina psicoanalítica de la afectividad. Así lo hará, efectivamente, tal vez con el propósito de poner a prueba el rendimiento crítico-cultural de la misma, yendo más allá de todas esas respuestas tradicionales que gravitaban, hasta que llegó él, sobre la idea demasiado ubicua de sugestión. Pero también superando de un plumazo la respuesta demasiado fácil de un así denominado instinto de rebaño (herd instinct, group mind), una especie de pulsión social básica que daría cuenta porque sí del núcleo problemático de este ámbito de la Psicología, es decir, tomada como primitiva, no derivable, axiomática. Se comienza entonces volviendo a examinar el fundamental concepto de libido, y en un segundo momento presentando como evidente el dato de la ambivalencia afectiva. Y es que nuestra básica vinculación sentimental con los otros iría de la mano de esa universal disposición al odio que es señalada inequívocamente por la actitud hostil que quedaría bien agazapada en el fondo de toda relación íntima de cierta duración entre dos personas o dos pueblos hermanos. Una actitud hostil que, en tanto reprimida, nos pasa desapercibida pero que a no dudar resultaría nada difícilmente detectable en sus efectos. Pues bien, estos flujos continuos del amor y del odio entrelazados inundarán el juego estructural del modelo freudiano del aparato psíquico, siendo de particular interés para nuestro tema actual las complejas relaciones que en él se darán entre el Yo y el Super-Yo, ya sabemos que como representante este último del Ello. Freud va a partir del supuesto, en definitiva, de que serán las relaciones amorosas, los vínculos sentimentales, los que constituyen, también, la “mente colectiva” (das Wesen der Massenseele).

            Habría que afirmar, por poner dos ejemplos que en realidad serían el mismo, que en la Iglesia y en el Ejército cada sujeto individual se halla libidinalmente unido, por una parte, al líder (Cristo, el General en Jefe), y por otra, a los otros individuos que conforman el colectivo, la masa. Lo segundo naturalmente depende de lo primero, como se evidencia en el hecho de que cuando desaparece el nexo con el líder por lo general se disuelven las uniones recíprocas de los individuos. Además, el análisis freudiano del fenómeno de la identificación a partir del escrito sobre el narcisismo, esa identificación que propicia el desenlace del Edipo en toda su complejidad, nos servirá de mucho para entender la naturaleza de la vinculación recíproca de los individuos de la masa que depende de su unión con el líder común. La de la mente colectiva sería entonces la psicología más remota, más profunda, en primer lugar, porque no en vano había descubierto ya el Psicoanálisis que la identificación supone la manifestación más temprana de enlace afectivo con otra persona. En la melancolía sucede que la pérdida del amor va a forzar el retroceso o la regresión desde la elección de objeto a la identificación con el mismo. Y entonces las amargas críticas contra el Yo por parte de un Super-Yo encendido de crueldad se aplicarían en realidad al objeto perdido que se ha erigido en el Yo como modificación suya: el casi estribillo freudiano en este punto reza que «la sombra del objeto ha caído sobre el Yo». Solo así podemos entender la depresión mayor, y su repentina variación a manía. 

            También nos aproximarán a la solución del enigma de la transformación del individuo en la masa sus consideraciones sobre el estado de enamoramiento, en las que Freud daría más muestras aún de su sintonía con Schopenhauer, en este caso con la célebre «metafísica del amor sexual» en donde el filósofo alemán había perfilado de manera insuperable el mismo concepto de Trieb o de impulso o pulsión. Lo que se va a subrayar en relación con este complejo asunto no es nada más que durante el tiempo que dura ese trastorno mental, por fortuna transitorio, que el enamoramiento representa, los intereses de la persona de la que se está enamorado se consideran, en cuanto a su importancia para el enamorado, al mismo nivel que los suyos propios. El caso es que en esta idealización que aquí se cumple, el objeto de amor va a ser tratado igual que el Yo propio, lo que significa según Freud que en el enamoramiento intervendría una gran medida de libido narcisista. Más en concreto, y más en relación con lo que ahora nos interesa, en el enamoramiento lo que viene a suceder es que el objeto de nuestro amor se ha colocado en el lugar de nuestro Ideal del Yo. Y como una de las funciones más importantes del Ideal viene a ser lo que Freud denominaba prueba de realidad, viene a resultar que invariablemente el estado de enamoramiento conlleva, por la idealización que efectúa del objeto amado, el falseamiento de nuestro juicio sobre él y sobre el valor de verdad de lo que él nos dice acerca de cómo son las cosas. Esto sin contar ahora con el hecho de que lo que nos colocamos en el lugar del Ideal en realidad serían las figuras parentales del enamorado o de la enamorada. En fin, todo un lío, esa «broma trágica» del amor como decía Nietzsche.

            Se advierte inmediatamente, además, que esta estructura del estado de enamoramiento, algo así como el intercambio de los lugares del Ideal del Yo, sería prácticamente la misma que se verifica entre el hipnotizador y el hipnotizado. Bastaría solo con reparar en que la orden de dormir que imparte aquél a éste es asimilada a lo que le decían su padre y su madre en la infancia cuando llegaba la hora de irse a la cama, para caer luego en la cuenta de que el hipnotizador se habría situado en el lugar del Ideal del Yo del hipnotizado. Llegados a este punto, casi final, solo queda sustituir al hipnotizador por el líder de la masa para comprender lo que ocurre en el asunto de que trata esta última obra: «Una masa primitiva de tal tipo es una suma de individuos que han colocado el mismo objeto en el lugar de su Ideal del Yo, y que a consecuencia de ello se han identificado en su Yo los unos con los otros».

            La conclusión, entonces, sería que el famoso instinto de rebaño, la pulsión gregaria sobre la que habrían hecho hincapié algunos investigadores de la época como Trotter, por ejemplo, habrá de dejar paso al mucho más ajustado mito científico freudiano de la horda primitiva. En efecto, tal y como él mismo nos relata en estas páginas, había recogido Freud en 1912 la sugerencia de Darwin según la cual la forma originaria de la sociedad humana fue la de una horda ilimitadamente dominada por un fuerte semihombre[2], es decir, el Padre primordial. Si en la psicología de las masas tenemos a la más antigua psicología humana no es sino porque, en segundo lugar, las circunstancias psicológicas del individuo en la masa, también en la actualidad, corresponderían a un estado de regresión hasta una actividad anímica primordial, aquella que se podría adscribir, justamente, a la horda primitiva. Así que «la masa nos aparece como una resurrección de la horda primitiva». No haría falta extenderse relatando aquí los avatares del amor y el odio entre ese Padre y los hijos, y de los hermanos entre sí, como por ejemplo el papel crucial de la envidia en relación con el surgimiento del afán de justicia, para poder reconocer el movimiento tan fácil, tan suave, por el que el Psicoanálisis freudiano, de compleja teoría de la mente, va a terminar transitando con suavidad hasta una teoría de la cultura y una filosofía crítica de la cultura.


[1] No entraremos ahora en la ya vieja polémica sobre la conveniencia de traducir Trieb por “instinto”, como hizo la primera versión castellana de las obras de Freud. Simplemente apuntar que ni en nuestro idioma no en alemán “impulso” o “pulsión” significa lo mismo que “instinto”, por muy próximos que estos términos puedan considerarse.

[2]  En alemán Männchen: “hombrecillo”, pero también, aplicado a un animal, “macho”. Se subraya entonces que no llega a humano propiamente dicho. Nótese entonces lo provocador que resulta introducir justo en este punto el tema nietzscheano del Superhombre: Übermensch. Para Freud, en realidad, el superhombre no pasa de ser un semihombre.