En una cadena televisiva populista dedicaron más de media hora a concienciar al televidente, llamándole a la empatía, que hoy es la idea misma del bien, con la tremenda tristeza, la comprensible desesperación, de unas turbas de fanáticos del fútbol malencarados y rotos de dolor por haber perdido su equipo del alma un partido, y, con él, una competición de las importantes. Estaban aquellos hombretones de la clase trabajadora llorando a moco tendido, nunca habían sufrido tanto en la vida, decían. Y los fanáticos ricos correspondientes, ejecutivos del fútbol como barriles de colesterol del malo, llegaron a insinuar ideas de suicidio rondándoles por la cabeza, en el colmo de la melancolía cuando rememoraban ante la cámara cómo el día presente contrastaba de manera horrible con el día lejano, el más feliz de su vida, en que consagraron a su pequeño hijo varón como socio del club futbolero de marras. Era para el telespectador sensible y sensato algo así como la pura náusea de lo humano que llevó a Zaratustra a sus discursos sobre el Übermensch.
De repente caí en la cuenta de que entre aquellos cientos o miles de fanáticos que salieron llorando del partido y que la cámara mostraba NO HABÏA NINGUNA MUJER, ni rica ni trabajadora, ni joven ni mayor, ni culta ni ignorante. Lo cual me reafirmó en mi convicción de que las mujeres son humanamente superiores a los varones, por término medio. Los fluidos testiculares parecen esparcir un ambiente opresivo de mentecatez pura y dura, y no encontramos aroma de testosterona más intenso que entre los fanáticos del fútbol. Aunque haya algún feminismo reivindicando un «derecho al mal» para las mujeres, espero que no se llegue a reivindicar lo mismo con un supuesto derecho a la estupidez. El estúpido lo es con derecho o sin él, por la gracia de Dios.