ACERCA DE «POESÍA» (FyP) de MARÍA ZAMBRANO

“POESÍA” [Final de Filosofía y poesía]

Por qué no le basta a Zambrano con la Filosofía

Voy a preguntar por qué no le basta a Zambrano con la filosofía, por qué habría que caminar hacia la razón poética. Y a fin de contestar esta pregunta voy a situarme para partir de él en el último apartado de Filosofía y poesía (“Poesía”). Pero antes de comenzar adelanto que se trata de que ella encuentra una cierta vinculación del triunfo cultural del logos filosófico con la violencia occidental, nada menos. Supongamos, la violencia de la Guerra Civil española, esa Guerra en que Zambrano fue derrotada justo el mismo año en que aparece en Morelia este libro fundamental.

Se esboza ya en estas páginas el tipo humano del filósofo; diríamos, a la nietzscheana, el tipo psicológico del filósofo. Es filósofo el que quiere ser, el que aspira únicamente a ser él, el que es, él mismo y no otro, él mismo en tanto diferente de todos los otros, los que no son él. Cómo se llega a ser el que se es, eso sería lo que nos muestra el filósofo con su obra y con su vida. Pero ocurre en segundo lugar, y esto es muy importante, que “el que va para filósofo” quiere ese ser suyo y exclusivo como conquistado por sí mismo, por su propio esfuerzo. Quiere el ser, pero lo quiere como producto de su propia y singular decisión. Es decir, el filósofo es verdad que comparte con el creyente la aspiración a salvarse, el afán de librarse de la cadena del tiempo que nos lleva a la tumba, en sucesión generacional, a todos los humanos. No se resigna el filósofo a ser uno más, uno de tantos de los que se han sucedido en los siglos pasados y se sucederán en los siglos venideros. Aspira el filósofo a salirse de la corriente temporal, a hacerse un nombre, un nombre único que solo a él corresponda, que le vaya bien como un guante, cerradura de solo una llave. Pero a diferencia del creyente él no puede y no quiere aguardar a que una voz le llame, le convoque. Sería la voz del Padre la que elige al creyente, mientras que el filósofo, definitivamente, ha llegado a pensar que es mejor que nadie le llame, porque así, en caso de lograr tener un ser, lo deberá solo a su propio esfuerzo, es decir, será un ser enteramente suyo. Sin duda, a los ojos del hombre corriente, que no es particularmente religioso ni filósofo, la del filósofo sería una vocación disparatada. Y a los ojos del creyente, la del filósofo es una vocación sacrílega (¿quién se habrá creído ese que es?). María Zambrano considera que, en efecto, la vocación de filósofo es “reprobable”, pero también algo muy serio, y por eso mismo, algo que infunde respeto. No se podría negar, además, que en estas páginas se da a entender que la del filósofo como tipo psicológico es, en cualquier caso, una aspiración naturalmente destinada al fracaso. Diría yo, el filósofo es figura característicamente trágica. La del filósofo es la profesión o el destino de la comprensión, y de la comprensión de la comprensión. Él busca salvarse comprendiendo la vida y a los hombres, salvarse por la verdad y como servidor de la verdad (el más duro de todos los servicios). Pero toda comprensión es limitada, habría muchas cosas y muchas personas que se hallan más allá de las posibilidades de toda comprensión.  

Más que como “loco”, el filósofo se le tiene que presentar al hombre corriente como inmoral, lo que se adecua perfectamente a la lógica del discurso zambraniano pero no a su palabra explícita puesto que para ella el inmoral sería más bien el poeta (sin duda la moral, la voz de la conciencia moral, no es sino la voz de la comunidad en el individuo). Ser, ser individuo, independiente y autónomo, esto que por encima de todo quiere el filósofo, tiene en su contra, ya de entrada, todos los instintos más profundos del ser humano. De modo que ser un individuo autónomo implica sentir la culpa como tormento, como losa, recordemos la inaugural sentencia de Anaximandro. Pero paradójicamente este individuo que se quiere autónomo sería el producto distintivo, incluso el exclusivo, de nuestra cultura occidental (Zambrano nos había llevado en este libro de Filosofía y poesía desde el mismísimo Platón, Platón por encima de todo, hasta Kierkegaard y el Heidegger de Ser y tiempo).

Decidir libremente como individuo autónomo es lo que significa en el mundo moderno aspirar a ser, aspirar a separarse de la cadena de las generaciones humanas, tomar distancia de los otros rehuyendo la famosa empatía, como tiene que hacer el filósofo para serlo, y por eso la culpa o la angustia debería ir por lo común vinculada a la aspiración a ser que distingue al filósofo según el parecer de María Zambrano. Es la voz del Padre la que nos llama también a ser, pero nos llama a ser de verdad solo en cuanto religados. Ahora bien, esto es lo mismo que decir religados con los otros como hermanos que son porque tienen todos el mismo Padre. El filósofo, al contrario, ni más ni menos que aspiraría a ser como Dios puesto que no quiere sino crearse a sí mismo (y entonces no tendría hermanos en aquel sentido):

«En realidad, el filósofo no comienza a serlo sino cuando decide operar por sí mismo el milagro. Pues que la realización de ese milagro quizá sea la esperanza de todos los que van encadenados en la procesión del tiempo común. Y si el que va a ser filósofo decide no seguir esperando la voz creadora que al llamarle le dé nombre y ser, la voz del Padre, no es porque tenga específicos motivos para estar más fatigado de la espera que los demás, no es porque esté ‘condenado por Dios’—‘condenado por Dios a ser filósofo’ como uno de ellos dijera—, sino porque germinó en su conciencia la idea portentosamente audaz de ser él mismo su propio creador. —‘Seréis como dioses’—. Y ha tenido el tesón de sostenerlo, de reincidir en ello a través de todas las angustias, de todas las incertidumbres y de todas las servidumbres a su propio inexorable destino. Un destino del que no puede esperar ser rescatado»

El filósofo como tipo psicológico se constituye por esa voluntad extrañísima que es la suya, la suya y de nadie más. A continuación del fragmento citado, Zambrano escribe unas líneas verdaderamente poéticas y encendidas, casi se diría que apasionadas, pensando en su “padre de acá” y en el Padre de allá, diríamos en consecuencia. Algo sin duda muy freudiano. Ella se pierde conscientemente en la recreación de una Presencia que se hizo sentir al principio como prohibición, como señalamiento del límite, pero que luego fue a convertirse en Presencia protectora y orientadora que la iba a acompañar durante toda la vida. En oposición a este hombre o a esta mujer religiosa o edípica, esa mujer que es la figura de la hija piadosa, la del filósofo se define como la de aquel que no tiene padre en sentido estricto, ese humano que le lleva la contraria a Ortega porque no quiere ser heredero. No tiene padre el filósofo porque no quiere tenerlo. Porque no quiere recibir el ser de nadie ni tampoco ser orientado por nadie en la vida. Como filósofo aspira él mismo a conquistarse un ser y un nombre y, en consecuencia, a regirse en la vida social por su propia orientación autónoma. Escribía el psicoanalista alemán Mitscherlich que hoy vivimos en la “sociedad sin padre”. La sociedad del nihilismo, en definitiva. Algo que para algunos es lo mejor que nos ha podido pasar, pero por supuesto esta opinión no valdría para todo el mundo: la mayoría, tal vez la mayoría, siguen necesitando padre o Padre.

En este terreno religioso, bíblico, en el que nos sitúa María Zambrano para presentarnos, por efecto de contraste, la imagen del filósofo, también quedará clara otra cosa importante: que la filosofía es la salvación por el conocimiento, que con ella se trata de salvarse por la comprensión. Que la verdad nos hace libres es creencia constitutiva del filósofo. Es filósofo el que acaba de tender la mano hacia el árbol de la ciencia del bien y del mal, y se atreve a llegar hasta el final, arrancando la fruta del árbol y comiéndosela. Pero ya sabemos las consecuencias: tenemos por fin un ser que nos hemos conquistado con nuestro valor, pero lo pagaríamos con la expulsión del paraíso. Decía Nietzsche refiriéndose a la moral cristiana: “¡No conocerás!: el resto se sigue de ahí”.

Y al parecer el poeta se halla situado entre medias de la filosofía y la religión. Por esta razón Zambrano va a buscar en la poesía la salida efectiva del nihilismo en el que estamos sumidos (= la muerte del Padre), nihilismo que en cierto modo sería el destino ineluctable del humano filósofo. Si nuestra pensadora había insistido en que el poeta es el amante esencial, el amante de todas las semi-cosas que transcurren en su semi-ser irrepetible, en este punto de la oposición entre filosofía y religión lo que se nos descubre ahora es que el poeta sería, ante todo, HIJO, en esto es el poeta igual que el creyente. Lo que ama el poeta verdaderamente son los orígenes, o sea, lo sagrado, y a lo que aspira es a volver a ellos:

«Así el poeta. El poeta, antes que nada y sobre todo, es hijo; hijo de un padre que no siempre se le manifiesta. Anteriormente lo hemos definido como amante. Parece más verdad todavía, el hijo amante que une su ilimitado amor filial con el enamoramiento. Filial porque se vuelve a sus orígenes, todo lo espera de ellos y por nada quiere desprenderse de lo que lo engendrara. Enamorado porque anda absorto y padece desvaríos como los del amor. Baudelaire, mártir de la poesía, claramente lo muestra»

No quiere ser el poeta, no quiere hacerse o construirse su ser. Eso no le interesa en absoluto. Lo que busca es todo lo contrario, quiere el don, el regalo, la gracia. Quiere recibir o seguir recibiendo. No aspira a desprenderse del origen sino justo al revés, reintegrarse a la niebla de donde surgiera. María Zambrano cita a este respecto un par de versos muy conocidos de Antonio Machado: «Y pobre hombre en sueños, siempre buscando a Dios entre la niebla». También se refiere a su amigo Emilio Prados, ese “poeta esencial” que rehuyó la escucha de la voz cuando la revelación ya se iba a producir, por puro afán de seguir en dependencia del anhelo (à entonces habría que decir que es poeta el que sigue esperando la revelación; mientras que es creyente el que ya la ha vivido).

El don o la gracia que espera siempre el poeta, por otra parte, no valdría para él nada si no se pudiera compartir o regalar a su vez a la comunidad de la que forma parte, la de los hombres que caminan en el tiempo. Todo lo contrario de esa soledad que es en el fondo esencial al filósofo, aunque no hay que olvidar que la salvación por la comprensión a la que aspira éste constituye o puede constituir toda una esperanza para los demás hombres.

«Ni concentrarse puede en los orígenes [el poeta] porque ya ama el mundo y sus criaturas y no descansará hasta que todo con él se haya reintegrado a los orígenes. Amor de hijo, de amante y amor también de hermano. No solo quiere volver a los soñados orígenes, sino que quiere, necesita, volver con todos (…) No quiere su singularidad, sino la comunidad. La total reintegración. En definitiva: la pura victoria del amor»

Resulta todo esto, ya nos dábamos cuenta a lo largo de todo el libro, bastante freudiano, el juego del amor y de la muerte. Si el amor es afán de reintegración en los orígenes, parece lógico pensar que esa reintegración de todos los seres en los orígenes, que busca el poeta, se parece bastante a la vuelta a la indistinción de lo sagrado, la indistinción de la nada o de la muerte. Recordemos que, según la misma Zambrano, la nada es en la actualidad la pura presencia de lo sagrado. Esta aniquilación, este aplanamiento de la diversidad en el origen sagrado, sería puramente amorosa en la poesía, eso sí. Se cumpliría esta aniquilación en el caso del poeta sin ninguna violencia, nos insiste Zambrano. Al contrario del ejercicio filosófico, que huele a poder y a violencia, aspirando a ser el individuo por encima de todo, a desprenderse del origen común. Tenemos que tener en cuenta que para muchos místicos en la nada estaría todo, pieza por pieza, en su máxima riqueza se conservarían allí todos los seres, al contrario de eso que pensamos los ignorantes, que en la nada no hay nada.

Entonces caemos en la cuenta de que, por otra parte, lo que distingue al poeta del hombre religioso es lo mismo que separaría al místico zambraniano del hombre convencional de las religiones. El religioso convencional, en una dirección opuesta a la de la filosofía, y sin posibilidad de mediación con ella, quiere encontrar el fundamento del ser para que tenga lugar o para que sea posible la consumación de la religatio, la fusión con la raíz de la existencia. Dando por descontado de que, aunque no se consume, esa religación sería algo constitutivo de la existencia humana (cf. la cita que Zambrano hace en estas páginas de su profesor Zubiri). Pero el poeta no iría la busca del fundamento porque no quiere desprenderse, para abrazarlo, de las cosas diversas y pasajeras del mundo. Que es lo que quiere el hombre religioso: salvarse del mundo despojándose del mundo. Lo que quiere el poeta en cambio es conservarlas a todas en un plano en el que todas estarían salvadas, en el plano de la eternidad: y para “entender” esto el modelo de Zambrano es San Juan de la Cruz. Esto significa que la poesía sería esencialmente mística, un amor al Señor del Ser (Schelling), un amor de Dios que no quiere dejar de ser amor a la totalidad de las criaturas, en el tiempo y en su apariencia. El filósofo anhela ser él mismo, el hombre religioso busca el fundamento del ser, el poeta como místico se hallaría entre medias puesto que ama a Dios en las cosas temporales y a ellas en Dios. Y como tal poeta, no busca nada, solo quiere recibir, recibir pasivamente, para en un segundo momento hacer partícipes a los demás hombres de su don, del regalo que se le ha dado.

Naturalmente, no se puede hablar en bloque de “la filosofía”. Hay muchas clases. Y una de ellas, la que Zambrano vería representada en la obra de Spinoza, se caracteriza porque en absoluto se opone a la poesía. En el amor intelectual de Dios el amor a los modos finitos se recoge y se mantiene, potenciándose de esta forma, como amor de Dios o de la Naturaleza, el orden eterno de la Naturaleza. Hay quien dice que en el punto más alto del sistema de Spinoza habría una intuición mística que lo hace posible (Michel Henry). Cuando la filosofía pasa a distinguirse de la poesía y a oponerse realmente a ella es cuando el afán de autoafirmación se convierte en pura voluntad: a juicio de Zambrano, la voluntad sería la verdad del concepto esencial del Idealismo Alemán, el concepto de “espíritu”. Porque entonces, centrados en la autoafirmación sin límite, pasamos a prescindir del amor y el amor es nuestro único límite debido, el límite que nos pone el Otro. De modo que la voluntad acaba por degenerar en pura violencia, violencia imperial del concepto y la definición. El peligro de la filosofía radica precisamente en que, al extremar la voluntad de ser, de ser individuo independiente y autónomo, llegue a borrar la presencia del Otro. Habríamos llegado así a la filosofía como violencia o voluntad de dominación, con su continuación natural, diríamos, en la tecnociencia.

Frente a este supremo peligro viene en nuestra ayuda la poesía, que es pasividad, renuncia a sí, falta de interés en sí mismo, entrega al otro, enamoramiento del otro o de los otros. Las referencias que Zambrano hace a Rimbaud (Temporada en el infierno. Delirios II) nos ayudarán a comprender cuál sería este servicio que nos puede prestar el poeta ante el peligro de la violencia ocasionada por la razón occidental, peligro hecho efectivo en la Guerra Civil española. Ella sostiene que la oposición de filosofía y poesía sería la que se da entre «La palabra que define y la palabra que penetra lentamente en la noche de lo inexpresable» (p. 770). Y esa penetración lenta en la noche de lo inexpresable la va a ilustrar la pensadora con esta línea de Rimbaud acerca de su propia tarea poética:

                        «Escribía silencios, noches; anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos» (Rimbaud)

La definición conceptual encierra a cada cosa en su ser, en sus límites. Pero esto no haría verdadera justicia a la realidad, que es mucho más que el ser. Porque sucede que en lo real pululan todo tipo de afanes que no se pueden encerrar en formas conceptuales, pero que tienen derecho a ser iluminados.

                        «Me parecía que cada ser tenía derecho a otras vidas» (Rimbaud)

Pone María en relación a Rimbaud, en estas frases sueltas que de él elige, con su maestro Ortega y Gasset, cuando el filósofo enseñaba en sus clases de la Universidad Central la diferencia entre lo que hay y lo que es. Es todo aquello que tiene definición, forma, concepto. Pero la realidad es mucho más vasta, habría en ella una multitud bullente de semiseres, lo que Zambrano llamaba las entrañas trabajadoras. Las razones de amor de Ortega, su logos del Manzanares, y con su filosofía entera la condición caritativa de la cultura española, que frente al fascismo extranjero sería su misma esencia… todo esto se allega a la razón poética porque no significa sino la empresa de rescatar el ser de las cosas pequeñas que no lo tienen según la verdad tradicional. Rescatarlo en la palabra. Y el poeta lo que hace es darles palabra a estas realidades sin forma definida, porque tienen derecho a expresarse y así saciar su sed de manifestación. Escribe Zambrano: «La realidad es demasiado inagotable para que esté sometida a la justicia, justicia que no es sino violencia. Y la voluntad aún extrema esta violencia ‘natural’ y la lleva hasta su último límite. La palabra de la poesía es irracional, porque deshace esta violencia, esta justicia violenta de lo que es. No acepta la escisión que el ser significa dentro y sobre la inagotable y oscura riqueza de la posibilidad. Quiere fijar lo inexpresable, porque quiere dar forma a lo que no la ha alcanzado; al fantasma, a la sombra, al ensueño, al delirio mismo. Palabra irracional, que ni siquiera ha presentado combate a la clara, definida y definidora palabra de la razón. ¿De cuál de ellas será la victoria?» (771)

Por supuesto que ya en 1939 María Zambrano intuye la necesidad de una confluencia de las dos palabras, la filosófica y la poética. Porque ninguna de la dos, sola, aparte de la otra, parece para nosotros suficiente. Pero el que es poeta no puede decidirse, casi por definición. Y el que ha recorrido el camino de la filosofía parece carecer de la capacidad de volver atrás, deshaciendo este camino recorrido. Por esta razón, se concluye que todavía no ha llegado el momento de la vinculación de filosofía y poesía, por muy necesaria que se reconozca ya:

«Hechizada y prisionera [la poesía], así ha de seguir, sin duda, y su unión con la otra palabra, la de la razón, no parece estar muy cercana todavía. Porque todavía no es posible pensar desde el lugar sin límite en que la poesía se extiende, desde el inmenso territorio que recorre errante» (771)  

Decimos que en el pensamiento de Zambrano la clave está en el amor, y lo decimos, también, porque ella misma declara a menudo que “el nudo” de los diferentes asuntos que trata se hallaría precisamente en el amor. Así ocurre con la pregunta que nos hacíamos al comienzo, en nuestro caso. La de por qué no basta con la filosofía en su forma dominante. Y es que el filósofo convencional prescinde del amor, y por eso su filosofía no es suficiente, o incluso sería peligrosa. En este sentido, tan simplificador por didáctico, podremos entender que las tres figuras esenciales sean en la obra zambraniana, a mi juicio, las de Platón, Nietzsche y Jesús de Nazareth.

El primero es por una parte el fundador de toda la tradición filosófica occidental en su modalidad nuclear del imperialismo del concepto y de la dialéctica. Y en consecuencia el que va a expulsar al poeta de la ciudad de la justicia. Pero por otra es Platón el poeta trágico, según se dice, antes de encontrarse con Sócrates, y el poeta que recurre al mito siempre que le hace falta ir más allá del mero principio de razón. Es decir, Platón el del amor platónico, sería también el místico al que Zambrano intuye en conexión directa con el cántico espiritual de San Juan de la Cruz, en el paisaje nuclear y a la vez tan enigmático de Filosofía y poesía. La razón poética viene a cerrar o a sanar esta escisión platónica fundadora de todo el drama acontecido entre el filósofo y el poeta, y la cierra aquí por mediación de los exaltados versos cristianos del místico castellano.

Nietzsche, por su parte, sería el filósofo-poeta de la soledad enamorada, es decir, siempre escribiendo en su querida soledad de filósofo, pero de filósofo que ama como poeta que también es. Nietzsche el que anuncia que Apolo no es nada sin Dionisos, que lo divino sin lo sagrado no es nada. Pero también el que advierte que en el puro dionisismo no se puede vivir, o por lo menos no se puede vivir humanamente. Y es muy importante para ella misma que Zambrano descubra a su vez que la filosofía justamente consiste en la transformación de lo sagrado en lo divino. Ese Nietzsche al que María afirma no querer cristianizar, pero que de hecho pretende de alguna manera cristianizar, en la estela de Max Scheler, al presentarnos al final un tremendo Dionisos crucificado.

Y sobre todo Jesús, el verbo hecho carne, si tenemos en cuenta que el logos encarnado es la misma idea de la razón poética.

También otros dos humanos filósofos, pero en su proximidad física a ella, dos filósofos en su tarea esencial de guías, que sería la específicamente filosófica: el primero, Ortega y Gasset, el de las razones de amor que tanto iban a necesitar los vencidos cuando pasaban la frontera de Francia aquella mañana lívida. Esas razones de amor de Ortega eran a juicio de Zambrano las únicas capaces de clarificar y ordenar la locura en que se había convertido la vida española. Por eso lamentó el silencio del maestro durante la contienda, aunque enseguida lo iba a entender desde la necesidad del pathos de la distancia, que es la necesidad del filósofo. Y por fin su mismísimo y literal padre, Blas Zambrano, cuya palabra siempre ofició para ella de prohibición y de amparo, una palabra verdaderamente sagrada.    

[Por eso, el de verdad irreductible, el anti-místico esencial, el nihilista por los cuatro costados, sería para Zambrano el fundador del Psicoanálisis, ese movimiento en el que por eso ella ve el testimonio del hombre actual].