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AYUSO Y LA MUERTE: AUTOANÁLISIS

Una conocida mía me muestra su convencimiento de que todo el que se dedica a la Filosofía tiene que haber superado el miedo a la muerte. Hasta se podría decir, según ella, que para poder de verdad enseñar filosofía, un requisito importante sería este, en la tradicional idea del sabio estoico capaz de “digerir piedras”. Pero es evidente que yo, por lo menos, no digiero piedras si están demasiado duras, y lo de la muerte es muy duro. Más o menos manejamos el asunto, pero dentro de ciertos límites, casi como cualquiera que no se dedique a la Filosofía.

Esto vendría a cuento de que me sucede algo que no entiendo por mucho que lo intento. Y es que cada vez que veo a IDA en televisión, o me la recuerdan los periódicos y las redes sociales, inmediatamente me pongo a pensar en la muerte, con la consiguiente incomodidad que va subiendo de tono a veces de modo alarmante. Al principio esto se traducía en la aparición en mi mente de la imagen de Ayuso Legionaria (¡Viva la muerte!, novia de la muerte). Una imagen que se alternaba con la de la Dolorosa tras la pasión de su Hijo, en la versión más barroca y siniestra de la religiosidad tradicional española. Luego, los cuadros de Julio Romero de Torres repletos de mujeres silenciosas que te miran absortas con abanico en las manos, como ansiosas de asistir a velatorios. Y mantillas negras, y peinetas y procesiones de Semana Santa, y toreros entrando a matar…En fin, todo un jolgorio verdaderamente patriótico en el más viejo de los sentidos.

Evidentemente, este síndrome que me aqueja no encuentra explicación suficiente, aunque sí refuerzo, en los datos objetivos de la pandemia en Madrid, sobre todo en lo acontecido en las residencias de ancianos de la comunidad. Ni tampoco en las célebres incoherencias del discurso ayusiano, si bien para mí, particularmente, sigue valiendo la idea aristotélica de que la Inteligencia es la pura vida en su más intensa expresión. Hay que mirar en otra parte.

Lo que me fascina de manera muy azorante es la mirada de la presidenta, su mirada prodigiosa. Hasta el punto de que ha llegado un momento en que ya no puedo centrarme en lo que dice, de eso que me libro, sino en las evoluciones espaciales, no euclidianas, tan chocantes de su mirada. Una mirada turbia e impredecible en sus recorridos, como si se posara una nube blanca, nunca vista, entre sus ojos y los míos.

La clave podría estar en José Antonio Primo de Rivera. ¡Como lo oyen!, y no se crean que deliro. En las fotos del fundador de la Falange creo reconocer la misma mirada, mirada turbia de nube que no se centra en un punto (los ojos del que tiene delante) sino que parece que abarca el horizonte en que ambos están enmarcados. Un antiguo falangista decía no hace mucho que Ayuso cuando joven había estado entregada a la figura de José Antonio con verdadera devoción

Pero ¿por qué he ido a parar a esto? Por algo que me contó un viejo profesor ya fallecido, una vez que hablábamos de Ortega y Gasset en su casa. Yo le había preguntado si Ortega había tenido alguna relación con José Antonio alguna vez, si se habían conocido personalmente, porque en una vieja Historia de la Filosofía publicada en Londres se describía al filósofo madrileño como “joven fascista español”, algo que me había dejado completamente atónito y escandalizado. El viejo profesor me contó entonces la anécdota de que una vez alguien arregló una cena para que José Antonio y Ortega se conocieran y pudieran hablar. Al parecer nada resultó ni trascendió de aquella entrevista gastronómica. Pero más tarde le preguntaron al filósofo qué le había parecido el fundador de la Falange. Y Ortega se limitó a decir algo como lo siguiente: “¡No quiero volver a ver a ese hombre! ¡Lleva la muerte en los ojos!”

«Llevar la muerte en los ojos», esa es la frase perturbadora ¿Cómo es posible llevar la muerte en los ojos? Esta es la clave de mi neurosis ayusil, no me cabe la menor duda. Lo de menos, por supuesto, es saber si la anécdota que me contaron refleja lo en realidad sucedido. Y también pudiera ser que esto lo sepa casi todo el mundo, no lo sé, el caso es que yo no lo sabía.    

COVID EN MADRID

A finales de noviembre de 2020 me sentí enfermo una tarde de sábado, con “síntomas compatibles” con el coronavirus, y la cosa iba a peor. A eso de las 23 h. llamé al teléfono dispuesto al efecto por la Consejería de Sanidad de la CAM. Me contestó una mujer latinoamericana que me hizo rellenar a distancia una especie de formulario con mis datos personales y con mis síntomas del momento. Luego me dijo que me no saliera, que me aislara en mi casa y que esperara a partir del lunes la llamada en la que me dirían lo que tendría que hacer y a dónde ir para realizar la prueba correspondiente. Así lo hice, y hasta hoy, 18 de abril del año siguiente, no me ha llamado nadie. Me busqué la vida yo mismo con una prueba de antígenos que dio negativo. Menos mal.

Hace unas dos semanas, como quiera que me enterase de que a un conocido más joven que yo, o menos viejo que yo, ya le habían vacunado, me decidí a llamar a la Consejería de Sanidad otra vez, no sin cierto escepticismo. Me cogieron el teléfono cinco o seis minutos después de decir ¡UNO! (“vacunaciones”), para decirme simplemente que habían estado intentando localizarme por teléfono el 2 de abril, viernes santo, para citarme para la vacunación, pero que no lo habían conseguido, de modo que la cita no fue confirmada…Pero en mi móvil no había ningún mensaje ni llamada del 2 de abril, y quise entonces asegurarme de que tenían bien grabado mi número, pero la mujer me dijo que ellos no tenían acceso a “la lista” y no podían verificar ni modificar nada. Me tranquilizó asegurándome que me iban a volver a llamar, pero que no se podía saber cuándo. El día 9 de abril seguía yo sin tener noticias del asunto y volví a llamar. Cuando estaba a punto de colgar por la tardanza, cogió el teléfono un hombre para decirme que me habían citado por teléfono ese mismo día para el día siguiente, el 10, a fin de vacunarme en el Palacio de los Deportes (creo recordar que así lo llamábamos antes, aunque no estoy seguro; él no dijo eso sino un extraño nombre que debe ser de alguna empresa de las que se entienden con esta gente). En mi teléfono no había ninguna llamada ni mensaje que se pudiera corresponder con la suya.

Cuando llegué al Palacio de los Deportes al día siguiente a las 13 h. me encontré con que no había casi nadie, según se decía por el miedo a la vacuna. A no ser con un personaje bien trajeado, de ademán patricio, paso calmo y porte solemne de muy señorón, al parecer el mismísimo Consejero de Sanidad en persona, rodeado de una nube de elementos humanos de menor estatura, de índole más zafia, y también de algunas cámaras de televisión y micrófonos. Había por allí cerca un tenderete del PP, con banderolas azules y rojigualdas. En el control de abajo, tras tomarme la temperatura, me localizaron enseguida por el ordenador en el registro o en “la lista”, y me dijeron que pasara y que subiera al primer piso. En el ordenador del primer piso, al lado del puesto de vacunación, la que allí trabajaba no pudo localizar esta vez mi nombre en el registro, y tuvo que llamar al informático que por allí pululaba para preguntarle si no habría habido un fallo en la red o sería cosa del software. El informático estuvo manipulando el chisme y se limitó a musitar con gesto serio: “hay que hacerle todo el registro otra vez, partiendo de cero”. Se nos había unido otra trabajadora con aspecto de voluntaria que expresó sus sospechas acerca de mis intenciones al ir allí a vacunarme sin estar en el registro, pues eso nunca les había pasado. Yo hice que me enfadaba (me puse en plan “¡usted no sabe quién soy yo!”), y la de las sospechas parece que se achantó ante mi reacción, a la que sin duda debía estar acostumbrada en su ambiente. Al final me registraron “a partir de cero”, y al punto acudió muy amable una señora de edad indefinida y el pelo a lo garçon, con el aspecto inequívoco de haber sido o ser monja, y de haber tenido que ver con aquello de la Sección Femenina. Se portó muy bien conmigo al vacunarme, por ejemplo al decir yo: “¡Y ahora a desnudarme!”, ella se echó unas risas de buena gana, y repuso: “¡Hombre, no, que ya no estamos para esas cosas!”, a lo que respondí que yo tampoco. Después de la inyección, aliviado del estrés de todas estas aventuras y de toda la incertidumbre pasada, no pude por menos de exclamar: “¡Qué alegría, ya estoy vacunado!”. Y ella, a guisa de cordial despedida, me dijo: “¡No!, no estás vacunado, te queda la segunda dosis. Eso sí, este es el primer paso”. Me fui de allí contento, pero preocupado: ¡sabe Dios por lo que tendré que pasar para que me pongan la segunda dosis!   

EDUCANDO A FOUCAULT

Esta vez Rafael Narbona defeca sobre Foucault. No quiere entrar, nos dice al principio él, en el tema de la supuesta pederastia, y no es que la llame por su nombre, por la sencilla razón, añade, de que cada uno es libre de organizar su vida sexual como quiera. Como al decir esto no puede estar significando que en esa libre organización de cada uno entrarían niños y niñas, hay que interpretarlo más bien como una hábil estrategia de su parte para no levantar en la mente del hipotético lector las inevitables asociaciones mentales con la Santa, Católica, Apostólica y Romana, fuera de la cual no hay salvación. Pero en lo que sí entra con su energía de siempre es en la censura y corrección inquisitoriales de los graves errores del gran filósofo, en lo esencial reivindicando la «normalización» de lo que no es normal, apelando a su absoluta necesidad. Es de risa. Sermonea a Foucault con la auto-obligada severidad benevolente característica del párroco leído y modernillo. Es cierto que nadie a estas alturas negará que la psiquiatría y la psicología clínica, cuando ejercidas por buenos profesionales, son necesarias, y aun preciosas, si de verdad las necesitamos. Pero me parece a mí que lo que sí normaliza poco es el cristianismo, y aun llega a hacer que empeoren, en el creyente predispuesto, las oscilaciones patológicas del ánimo, sus ups and downs. Sobre todo si han sido en su raíz provocados, en los que eran menores, por el abuso sexual, ciertamente no desconocido en esos contextos educacionales. En eso lo que de verdad ayuda, creo, es el psicoanálisis clásico, o si no la simple y llana venganza.