Ya le están afilando al nasciturus las cuchillas de la verja, para cuando esté crecidito.
Nasciturus moriturus…
Ya le están afilando al nasciturus las cuchillas de la verja, para cuando esté crecidito.
Nasciturus moriturus…
Hablar con voz engolada de la sempiterna murga de «razón y fe» (el tema estrella en tiempos del florecimiento de las Universidades del Opus) empieza por presuponer, de la manera más taimada, que la tal «fe» sería una forma de conocimiento. Pero eso es presuponerlo todo así sin más, no cuestionar justamente lo que habría que cuestionar por encima de todo. Porque podría ser la «fe», precisamente, el modo más eficaz de (auto)desconocimiento.
Parece ser que con toda seguridad Nietzsche le tenía envidia a Stendhal porque éste había escrito aquello de: «La única disculpa de Dios es que no existe».
«Y queda la nada y el vacío que el claro del bosque da como respuesta a lo que se busca. Mas si nada se busca, la ofrenda será imprevisible, ilimitada. Ya que parece que la nada y el vacío–o la nada o el vacío–hayan de estar presentes o latentes de continuo en la vida humana. Y para no ser devorado por la nada o por el vacío haya que hacerlos en uno mismo, haya a lo menos que detenerse, quedar en en suspenso, en lo negativo del éxtasis. Suspender la pregunta que creemos constitutiva de lo humano. La maléfica pregunta al guía, a la presencia que se desvanece si se la acosa, a la propia alma asfixiada por el preguntar de la conciencia insurgente, a la propia mente a la que no se le deja tregua para concebir silenciosamente, oscuramente también, sin que la interruptora pregunta la suma en la mudez de la esclava»
María Zambrano
¡En qué país estamos viviendo! Para defender lo justo y lo sensato hay que exponerse a que te rompan la cabeza con una porra.
“Un persistente error ha llevado a creer al hombre occidental, dentro de la tradición de Job tanto como en la de Edipo, que enaltecerse exija desarraigarse, desprenderse de las propias entrañas. Sólo el corazón como símbolo y representante de ellas ha encontrado alguna fortuna, mas olvidándose cada día más ese aspecto del símbolo corazón, de ser depositario del gemir de las entrañas trabajadoras, proletarias. Ellas trabajan a toda hora, a toda hora soportan, ofrecen y producen. Y ese su exceso se derrama vivificante, si se les deja abierto el corazón para que entren. Y al corazón abierta la mente para que en ella cante y diga. El corazón, que con su música rescata el crujir de las entrañas que se resecan, cuando no les llega ni una lágrima desde los ojos que fijos sólo para ver ya no lloran; puro cristal, pura retina. Sólo para ver sirven los ojos, solamente para ver, se ha creído—se sigue creyendo. Así, los ojos que no lloran se confunden”
(María Zambrano, «El libro de Job y el pájaro», El hombre y lo divino)
Merkel considera penalizar el suicidio asistido para terminales. Según su secta debe ser que sólo Él, que te la dio, te puede quitar la vida (y debe ser que el Estado alemán, por ejemplo, es un representante de Él, se arroga esa función).
Pero claro, eso a nosotros nos importa un comino, y absolutamente nadie tiene derecho a supeditarnos a la crueldad de una religión. Si usted, Merkel, cuando sea terminal, como seremos todos con suerte de haber hecho todo el recorrido, quiere ofrendarse en la crucifixión del cáncer de huesos, pongamos por caso, ofreciendo el suplicio a su Señor para mayor gloria del mismo, hágase su voluntad de usted. Pero, por favor, a nosotros déjenos en paz, y si decidimos que nos mate alguien que esté dispuesto a ello, para no ser sometidos a una tortura que a nuestro parecer no tiene ningún futuro futuro, por favor déjenos hacerlo con la suavidad que afortunadamente nos permite la ciencia.
Ni usted, ni su Dios, son nadie para prohibírnoslo.
“Era el colegio, con su aspecto de gran cuartel, un lugar de tortura; era la gran prensa laminadora de cerebros, la que arrancaba los sentimientos levantados de los corazones, la que cogía los hombres jóvenes, ya debilitados por la herencia de una raza enfermiza y triste, y los volvía a la vida convenientemente idiotizados, fanatizados, embrutecidos; los buenos, tímidos, cobardes, torpes; los malos, hipócritas, embusteros, uniendo a la natural maldad, la adquirida perfidia, y todos, buenos y malos, sobrecogidos con la idea aplastante del pecado, que se cernía sobre ellos como una gran mariposa negra”
Pío Baroja (Camino de perfección, XXXVII).
Nos podría costar la vida entera llegar a comprender que la libertad del otro, esencialmente, no consiste en otra cosa que en su posibilidad, siempre presente, de mirarnos a la cara y decirnos: «mire usted, lo suyo, decididamente, me importa una mierda». La indiferencia del otro, su indiferencia hacia nosotros, que puede llegar a ser cósmica, es la medida misma de la libertad de todos. Pero nosotros esto no lo comprendemos, y buscamos vengarnos del otro que no nos hace caso, incluso matándole. O si no lo matamos entonces nos retorcemos de resentimiento y nos hundimos en la depresión. «Yo soy fulanito de tal, ¡¡pero el mundo no me reconoce!!». Tragicómico. Precisamente la libertad esencial es la capacidad y el derecho que tienen los demás a no reconocernos. Nadie tendría la obligación de reconocerme.
No nos podemos desprender de la infancia en toda nuestra vida y fantaseamos con papá y mamá porque ellos sí que nos hacen caso hasta en las pequeñeces. Fantaseamos o bien con la figura de Dios, que estaría al tanto de todas las tonterías que hacemos y que decimos, porque nos ama y por eso nos tiene que castigar de vez en cuando, cómo no, o bien en la figura delirante, y correspondiente a la de Dios, de la fraternidad humana universal (como si los hombres tuviesen los mismos padres: pero yo no soy hermano de Esperanza Aguirre, por suerte y por desgracia quedo fuera de su herencia, y tampoco la aceptaría como amiga porque no consigo entenderla). Los humanos nos debemos cuidar unos a otros en el estado de necesidad, eso en principio nadie lo dudaría, pero quitando eso hay que digerir de una vez la idea de que a la mayoría de las personas les importamos un huevo.
Pero es que sin duda es mucho mejor así, porque es la condición de nuestra propia libertad el que lo real no se cuide de mí, el que en el peor de los casos pudiera ocurrir que nadie se cuidase de mí, y entonces tuviera que sacarme adelante yo solo con mis propias fuerzas, claro está que solo hasta donde siguiera interesándome. Es insoportable pensar en que un sinvergüenza vaya a venir un día a hacerte caso por pura compasión, y es que entonces, si te dejas, te habría capturado entre sus zarpas definitivamente. Nuestro propio valor, el que nos damos a nosotros mismos y sin el que no podríamos vivir, no puede depender de que los demás nos valoren o no nos valoren (eso y no otra cosa es el estado de esclavitud). Con la importante matización que habría que hacer en el caso del otro «significativo», naturalmente.