En las redes sociales todos nos convertimos inevitablemente en helpless people, y lo que habría que preguntar es quién se beneficia de lo que nos quitan
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EL MOJIGATO
En castellano denominamos «mojigato» al que afecta humildad o cobardía para lograr sus propósitos poco confesables. Ese hipócrita pudo ser entendido en un principio, sobre todo, en el sentido religioso de afectar devoción y escrúpulos de conciencia para obtener lo que codiciaba, de manera taimada y oculta, escondiéndose en la fachada de la buena reputación.
Haciendo memoria de sus años más juveniles, Nietzsche escribió que tanto Wagner como él habían sido revolucionarios, y que ser revolucionario, en la Alemania de los años cincuenta del XIX, significaba esencialmente «negarse a aceptar toda situación en que el mojigato predomine».
Con toda su extraordinaria crueldad, nuestra época sería extremadamente mojigata: todo el que quiere algo, sobre todo poder, ha de afectar unción y devoción ante ideas como «la Justicia», «el Pueblo», la «Igualdad»… ¡Como si los sufridos oyentes y los lectores de todos esos mojigatos pensáramos lo contrario!, ¡como si estuviéramos en contra de todos esos ideales! Pues sería característico del mojigato situarse en una irrisoria superioridad moral para culpar a todos los que no son como él.
Si la cogemos por el lado bueno, que es por donde hay que cogerla, la declaración de Javier Marías según la cual hoy «vivimos en la época del triunfo de las monjas» acertaría a denunciar gráficamente el absoluto dominio del mojigato de nuestro presente.
LO QUE NO QUEREMOS VER
«Esto quiere decir que todo lo que es, es uno, y que no hay doble de lo único: por tanto, hay que decidirse entre ser ‘individuo’ o no ser, y cualquier otra opción queda excluida»
Clément Rosset: Lo real y su doble. Ensayo sobre la ilusión, p. 94
NIETZSCHE RELIGIOSO
A comienzos de Junio de 1882 Nietzsche está preparando por correspondencia un verano con Lou Salomé, y en un momento determinado decide dejar fuera del plan a su hermana, a quien en un principio había pensado invitar (en estas cosas él siempre fue muy torpe, pero no iba a llegar a ese extremo de locura).
Es entonces cuando le escribe a Overbeck para decirle que habría asumido una actitud de «devoción o fidelidad a Dios» (Gottergebenheit). Más precisamente, de «rendición» a la voluntad de Dios. Todo entrecomillado, por supuesto, porque a esa actitud, radicalmente religiosa, de rendición a la voluntad de Dios, en la versión nietzscheana hay que llamarla amor fati. Es decir, esa actitud consiste en dejarse llevar, o abandonarse al destino de uno, incluso hasta el extremo de «caminar por dentro de la garganta de un león», como llegará a decir el filósofo literalmente, y hacerlo tan tranquilo. De lo que aquí se trataría entonces es del abandono o de la conformidad de la voluntad propia al juego cósmico del azar, de la divinización del azar. O sea, de llegar a amar el azar, de manera que se convierta en destino.
(Como iba a apuntar más adelante Wittgenstein, la función esencial de cualquier religión no es sino lograr la conformidad del individuo con lo que le ha tocado en la vida, con su «lote», con su suerte. Apaciguar el ánimo, en definitiva. Pero se equivocaba al referir este apaciguamiento necesariamente al cristianismo, y entonces ver a Nietzsche como alguien que habría renunciado a ser feliz de la manera más directa).