Lo peor, lo más degradante pero también lo más peligroso, es sin duda respetar lo que no merece ser respetado. Para Gómez Dávila era esto la esencia misma de la estupidez.
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DECADENCIA
Es indiscutible que los humanos dependemos para vivir de nuestra capacidad de “hacer” sentido del suceso. Porque se trata de digerirlo y asimilarlo si hemos de continuar en la existencia, de dominarlo en el sentido de hacerlo función de nuestro crecimiento. Lo que no es otra cosa que caracterizar como general a la vida lo que llamamos «pensar». O logramos esto (pensar) o el suceso nos acabará destruyendo tarde o temprano. Ahora bien, la interpretación o valoración del suceso sin duda adopta múltiples formas. Y esas formas a su vez hay que valorarlas. En este punto el descubrimiento nietzscheano es que toda interpretación se origina radicalmente en la afectividad. Y ya sabíamos que hay pasiones alegres y pasiones tristes. Las diversas formas de valorar el acontecimiento se reparten, como entre sus fuentes, entre los dos grandes motores que son el amor y el odio, las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte. Ambas clases, en su juego mutuo, integran la plena realidad de lo que sería Dionisos (creación/destrucción entreveradas e inescindibles). Lo que no quita que sea importante saber distinguir los modos mortales o tanáticos de valoración, esos que tienden a llevarnos a todos a la nada, a anodadarnos. Hay que identificarlos para resistirse a ellos, para combatirlos hasta donde podamos. Pienso con esto en la interpretación “geopolítica” que al parecer hizo Chomsky recientemente de la brutal invasión de Ucrania. Tanto a nivel individual como cultural, la decadencia nos fuerza a convertirnos en caricaturas de nosotros mismos, de aquello que habríamos sido siempre, en una lamentable exageración. Hasta llegar a dar en lo imbécil, en lo ridículo incluso.
LA VERDAD DE UNA FILOSOFÍA
Como dejó sentado Nietzsche, la única prueba válida para una Filosofía, su solo «criterio de verdad», es hasta qué punto se puede vivir con ella una vida significativa e intensa. Claro que el problema se desplaza, entonces, a qué se considera significativo o intenso en relación con nuestra vida. Casi seguro que una existencia no imbécil.
OFICIO DE CHARLATANES
Celia Amorós una vez les escuchó decir a unas monjitas que hay cosas que «no son de entender». No creo que nadie de cierta edad no se haya percatado de que habría cosas en sí mismas incomprensibles. Y no pocas. Y no poco importantes. Por eso, obcecarse en encontrarles o en «hacerles» (make sense) sentido a toda costa no sería sino un signo de infantilismo maniático que conducirá tarde o temprano pero indefectiblemente a la imbecilidad o al delirio. Sabio es el que se abstiene de la pretensión de entender lo que es imposible de entender. Por interesante que parezca.