De las dos mejores cosas que se podrían decir del colegio Virgen de Atocha, por lo menos en el tiempo transcurrido de 1963 a 1974, una de ellas es que tuvimos que sufrir solo a un cura pederasta (bueno, también había otro, pero este no era cura). Y en once años un cura pederasta es muy poco, y dice mucho a favor de este centro educativo, habida cuenta de la miseria sexual que era general en la época, unida a la tradicional lubricidad de los colectivos religiosos del Catolicismo. Bien es cierto que se trataba de un catolicismo, aquel, que era nacional o mejor nacionalista, un catolicismo muy españolón, y ya se sabe que a la Legión les gustan las mujeres mucho más, incluso, que el mismísimo ron. Abundaban en sus aulas hijos de militares del ejército franquista, así que…Tampoco sé, por otra parte, si los pederastas tienen o no sus gustos particulares, es probable que no a todos les interesen los mismos niños o las mismas niñas.
Mi primer recuerdo del padre Gallego, de la Orden de Predicadores, data de mi temprana niñez en el colegio, verdadera caverna platónica. Un recuerdo enmarcado en inquietantes sesiones de lo que llamaban “catequesis”, que se celebraban en un sórdido salón de actos de construcción creo recordar que de madera. Varios grupos de críos en pantalón corto rodeaban a los catequistas (¿o catecúmenos?). Recuerdo muy bien a uno de ellos, un jovenzuelo (tal como lo veo ahora) al que, mientras hablaba sin parar, le sobresalía hacia fuera y hacia abajo el labio inferior (“belfo”), dejando a los críos divisar en su cara interna una especie de pústula blanquecina. Expulsando salivaciones de color crema a la vez que le resonaba la voz, el catequista o catecúmeno se explayaba sobre lo que sería un pasaje del Viejo Testamento. Solo recuerdo el nombre judeocristiano “Zebedeo”, pronunciado y repetido varias veces, “Zebedeo”, “Zebedeo”, y amenizado por escupitajos tipo spray de color crema dirigidos más o menos a los rostros infantiles. Fue entonces cuando hizo su aparición estelar aquel fraile con la jocunda intención de animarnos, comunicándonos una alegría más de nuestro tiempo que acertara a compensar la formativa severidad de la doctrina sagrada. Interrumpiendo a los catequistas, o catecúmenos, como haciendo un recreo que daba por legítimo, el padre Gallego, alto, delgado, de piel blanca como traslúcida, medio calvo y con gafas de sol en aquella penumbra, comenzó a bailar delante de todos los circunstantes, estupefactos, recogiéndose la blanca sotana por los bordes de abajo, mientras cantaba el aire aquel de Palito Ortega: “La felicidad que sentíamos, y todo gracias al amor”. Más adelante me iba a ser preciso recurrir al amor spinoziano al orden necesario de las cosas, amor más bien místico al orden natural o divino, para poder superar el trauma estético que me infligiera con su intervención el padre Gallego.
A tus cinco o seis años, tras recogerte en sus brazos amorosos, se ponía a sobarte el padre Gallego por donde a su libido se le antojara. Y su libido era implacable, insaciable, hiperhormonada como estaba por la renuncia de su voto. Recuerdo bien un día al padre Gallego con las manos blandas y sudonas en mi cuello y situado a mi espalda, todo lo largo que era, mientras repetía mi nombre con mucho cariño. Y a la vez, justo en aquel momento, otros tres curas de aquellos, justo a nuestro lado, allí pegados, comentando sus cosas entre sí como si tal cosa, como si estuvieran acostumbrados al espectáculo del terror que se tenía que expresar en la mirada atónita y el silencio gélido del niño acojonado. Luego, con el paso de los años, hice un duro esfuerzo y supe comprender la tragedia del pederasta, presa de esa parafilia que le arrebata su capacidad de decidir. Supe de la dificultad de juzgarle con la debida ecuanimidad (aparte de que, como dice el Papa ese comunista, no es en absoluto lo peor la pedofilia, y hace tantos años las cosas se veían de otro modo). También leí las consecuencias de lo que le hace al niño o la niña el pederasta, que si la personalidad múltiple, que si el trastorno límite de personalidad, que si el suicidio. En fin, como pequeña aportación ya propuse una vez una medida equilibrada, que tendría la ventaja doble de librar al pederasta de la vergüenza pública y a su víctima de años de terapia y fármacos. Bien atado de pies y manos se le dejaría, ¿por qué no?, en una habitación cerrada e insonorizada a la merced del abusado, ya adulto, ya musculoso, ya consciente de todo, y poniendo a su disposición un bate de béisbol a poder ser de esos modernos de aluminio.
En fin, jamás lo contabas a un adulto, de la pura vergüenza. Pero el miedo se te hacía tan patente que a tus compañeros no se lo pudiste ocultar, y al final hablaste, y hablaste. Fue entonces cuando el padre Gallego dejó de aparecer por donde ibas tú, te quedaste sin las elocuentes demostraciones de su cariño. Y todo volvió a la normalidad. Alguna noticia me llegaría después, pero no puedo garantizar su veracidad. Que el sobremanera robusto, a la par que desenvuelto, Argimiro Julián, le propinó un puñetazo y le dejó en el confesionario sangrando por el labio y medio inconsciente. Que al final le pillaron con una de las mujeres de la limpieza y le “desterraron” a un “convento de castigo” en Asturias (con una mujer adulta sí que les castigaban, probablemente porque ellas sí lo contaban a los adultos). Lo que puedo asegurar es que no lo volvimos a ver. Hasta que empezó el Curso de Orientación Universitaria, el primer año que aquel colegio de curas admitió a mujeres como estudiantes. Entonces aparecería ante nosotros un sacerdote arreglado y serio, bien vestido, al que presentaron como el nuevo psicólogo que el centro ponía a disposición de los jóvenes para resolver esos problemas que muchos tienen en esa edad tan difícil. No había perdido el tiempo el padre Gallego en su retiro asturiano, se había hecho psicólogo estudiando a distancia. Y se nos ofrecía para todos esos problemas que ya se sabe tienen los jóvenes.
Me es imposible recordar el nombre de pila del padre Gallego, es probable que nunca llegara a saberlo. Cuando el otro día me acordé de él, volviendo a casa con mi perra, me picó la curiosidad y busqué algún dato en Google. Sale un tal Juan José Gallego, también dominico, que podría coincidir con el que menciono porque nació en 1940. Pero no, porque se ha pasado la vida en Valencia y en Barcelona, y además es especialista en exorcismos, y defiende al colectivo de “los poseídos” porque a su juicio es uno de los colectivos más abandonados que existen. Aunque claro, vaya usted a saber, porque el que sin duda estaba poseído, el pobre, era mi padre Gallego, y cabe la posibilidad de que, como psicólogo fracasado, pues ya se sabe que el diablo se pasa la ciencia por salva sea la parte, acabara practicando exorcismos, sobre todo sobre sí mismo.