ESCENAS DOMINICAS: EL FALANGISTA

Uno de los tres mejores servicios al educando del colegio Virgen de Atocha de los Padres Dominicos es tan imposible de negar como los otros dos. Entre sus muros se decían y se hacían, y se dejaban de decir y de hacer, cosas tan extrañas, tan fuera del limitado sentido común del niño y el adolescente, que la curiosidad de los que estudiábamos en sus aulas se llegaba a excitar hasta extremos tales que desarrollaba enérgicamente en casi todos nosotros el pensamiento lógico, en todas sus formas, y aun el más fino atisbo instintivo. Mucho más que con los libros y las clases, dónde va a parar. Por poner un ejemplo, el misterioso caso de los hermanos Gijón. Nadie sabía a ciencia cierta qué hacían allí, cuál era su función en el complejo entramado docente-discente tan bien engrasado que era el centro. Profesores, alumnos, los curas, el conserje que como siempre era guardia civil retirado, los empleados de la limpieza, lo que hacían todos ellos estaba claro (aunque, como es habitual, menos claro en el caso de los curas). Pero ¿y los Gijones? Uno de ellos era persona se puede decir que normal, se le veía achuchado por las cosas de la vida común de aquellos años sesenta, se le veía nervioso yendo de un lado para otro con dos manojos de muchas llaves, uno en cada mano. Yo un día no me pude contener y le pregunté con timidez de qué era profesor. Se puso firmes inmediatamente, e hinchando el pecho bien levantado contestó que ¡profesor inspector! No sabía bien yo qué podía ser eso, pero después de observarle en su despacho, un cuartucho como de zapatero en la planta baja, pero que en lugar de suelas de cuero y diversas piezas de metal punzante y cortante se hallaba repleto de llaves colgadas por las cuatro paredes, aventuré la conclusión de que “profesor inspector” venía a ser algo así como amo de llaves. Además, un día me mandó a su mismo domicilio a pedirle a la mujer unas llaves que se le habían olvidado y le hacían falta. Un piso modesto lleno de niños, algunos arrastrándose a gatas por el pasillo, todos llenos de mocos, y una caca nada reciente en una esquina al lado de un sonajero y cerca de un zapato infantil tirado de perfil. Los hogares españoles en los años sesenta se habían convertido en auténticos criaderos o incubadoras en serie donde se dejaban la piel a diario las mujeres casadas, convertidas en fábricas humanas de la prole destinada a levantar el país.

El otro Gijón, don Isidro, era muy diferente, un tío muy raro, hoy algunos dirían “chungo”. De medio cuerpo para arriba tremendamente musculoso, hiperdesarrollado, se decía que era campeón de España de lucha grecorromana, de medio cuerpo para abajo unas piernas finas rozando lo escuálido, así que el conjunto un cruel contraste. No valían las bromas con don Isidro. Algunas veces llegaba y nos sacaba al gimnasio para luchar contra todos nosotros sucesivamente sobre el tatami. Y no es solo que, claro está, nos retorciera y nos tumbara a todos, sino que nos aplastaba contra el suelo hasta que casi se nos ponía la cara azul y se nos cortaba la respiración. (Con las excepciones del oso Muñoz y de Argimiro Julián, que le dieron mucha guerra, y de mí mismo, que el solo día que me tocó enfrentarme a él me moví tan rápido, impulsado por el pánico, que el gorila aquel no pudo llegar a trincarme por mucho que lo intentó). También solo de vez en cuando llegaba a clase y nos decía que nos pusiéramos a estudiar, pero con la muy seria advertencia de que el delegado apuntaría en la pizarra los nombres de los revoltosos, porque revoltosos siempre los hay, y además las veces que cada uno de los apuntados faltara a la más severa disciplina. Al delegado le decía que un alumno desconocido de todos era su confidente, y como no cumpliera con su misión ya se podía ir preparando para lo peor. Al cabo de una hora regresaba y sacaba a todos los que estaban apuntados en la pizarra en el orden ascendente de su gravedad delictiva. Entonces se ponía delante del desgraciado de turno, encendía un enorme puro y le soplaba el humazo en plena cara. Cada vez que la víctima tosía o cerraba los ojos le propinaba una tremenda bofetada. Pero no era este castigo el que más placer le causaba a don Isidro, sino el de enfrentar a dos de los delincuentes y exigirle por turno a cada uno de ellos que abofeteara al otro. A cada bofetada gritaba entusiasmado “¡más fuerte!”, “¡más fuerte!”, como en loco frenesí, hasta que las dos víctimas se caían por el suelo llorando y con la cara casi del color de la sangre. También ocurría que inopinadamente irrumpía en las duchas después de la sesión de gimnasia con otro profesor, armado con un zapato de dureza considerable y nos corría a zapatazos contra la piel desnuda, todos gritando de dolor y de terror.

Don Isidro era todo un enigma. Pero algo entendí de él el año 69, ese mes de julio en que los norteamericanos llegaron a la luna. Llevaban un tiempo los curas animándonos a pasar una temporada acampados en la sierra, que si los valores del montañero, la naturaleza obra de Dios, el aire puro fuera de la ciudad. Debió ser que a mis padres los liaron con la misma cantinela, pero el caso fue que de repente me encontré en un campamento de la Organización Juvenil Española, con un uniforme de pantalón corto y una gorra de béisbol en la que se podía leer “Iniciación” (¿iniciación a qué?, me preguntaba yo). Vi un mástil con tres banderas, la de Falange, la tradicionalista y en el medio la nacional del águila. También recuerdo haber visto desfilar al son de la música militar a jóvenes con el uniforme de la OJE propiamente dicho. Una mañana nos agruparon a los de la iniciación en una pequeña pradera, y apareció de repente el mismísimo don Isidro Gijón con camisa azul y boina roja, para enseguida subirse a una especie de podio. Al parecer nos iba a arengar (ya sucedía desde el primer día que, al despertarnos, por los altavoces nos daban la consigna del día, una costumbre extrañísima). Empezó relatándonos la vida de José Antonio, de lo que solo he retenido que era “de rancio abolengo”, si bien esto tenía la dificultad de que yo no estaba muy seguro de qué significaba “abolengo”, y además tenía entendido que el sentido de “rancio” era muy peyorativo. Ni mis compañeros ni yo hacíamos el menor caso cuando los mayores que aquí mandaban se ponían trascendentes hablando de su líder amado, fuese José Antonio o Jesucristo. Simplemente nos poníamos a pensar en nuestros asuntos, los que sí nos interesaban. Pero abruptamente el talento de orador de Isidro Gijón nos sacó de nuestro ensimismamiento al adquirir su discurso un tono casi patético:

«Porque ¿qué significa ser falangista? ¡Eso! ¿Qué significa ser falangista? Os voy a decir algo muy importante que sin duda os asombrará: ser falangista no es llevar la camisa azul, ser falangista no es cantar un himno, ser falangista no es desfilar con nuestra bandera. ¡¡Ser falangista es un estilo de vida!! ¡¡Un modo de estar en el mundo!!»

Alcanzó solo hasta aquí el verbo isidril, no dijo más. Pero con eso fue suficiente, porque yo pensé inmediatamente en el estilo de vida de Don Isidro Gijón, tal y como se manifestaba con nosotros en el colegio. Un frío glacial me atravesó todo el cuerpo hasta el corazón y tuve que irme de allí a toda prisa. No quise saber nada más de esa gente. Poco después volvería a las marchas por la montaña, pero esta vez con los scouts católicos y españoles. Para llegar a la conclusión, al final, de que gente normal, lo que se dice normal en el mejor sentido de la palabra, probablemente no la haya en ningún sitio.

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