ESCENAS DOMINICAS: EL PADRE OREGUI O.P.

Durante los once años que pasé en aquel lugar, no se sabe si más o menos siniestro que la misma época aquella de la recta final del franquismo en vida de Franco (1963-1974), el colegio Virgen de Atocha de los Padres Dominicos, si hacemos caso de su ideario pedagógico, y a tenor de las excelentes calificaciones que sus profesores me iban dando año tras otro, tuvo que hacer de mí un chico trabajador, que no necesariamente inteligente, y con la cabeza no sobrecargada con las cosas del cristianismo, que si el mes de María, y el infierno, y el sexto mandamiento, y toda la historia aquella de amar a los que te dan por saco. Hoy acabo de recordar, como en una ráfaga, ¡cosas de la memoria en los cerebros que ya envejecen!, una anécdota con el padre Oregui O. P. La verdad es que no soy capaz de recuperar su nombre de pila: solo veo el letrero dorado del confesionario en que se leía, al pasar por delante, nada más que PADRE OREGUI O. P. El caso es que iba yo una mañana muy entretenido con mis pensamientos, como muy a menudo me ocurría, cuando me abordó un compañero más joven con quien prácticamente jamás había cruzado palabra. “Dice el padre Oregui que quiere verte, que vayas, está en la clase de 5ºA”. Me extrañó el recado porque yo tampoco había tenido tratos con aquel cura, un sujeto más bien alto y mal encarado, como si el mundo le debiera algo o le hubiera ofendido en algo muy sensible para él, un sujeto con el rostro asimétrico y mirada torva, de los que no presagian nada bueno. De gente chunga, te lo decía el instinto. En fin, estaba yo muy acostumbrado a obedecer sin hacer reparos, allí nos educaban en eso, en la sumisión. Subí las escaleras y entré en 5º A. Allí estaba él rodeado de muchos muchachos con un aire como de embeleso. Me supe deleitar por un momento con lo evangélico de una escena que se me antojaba edificante y salvífica, una escena que justificaba por sí misma la existencia de la institución dominica, llevando al orden del amor a las almas adolescentes. Fui a presentarme debidamente y, una vez que el fraile me tuvo frente a frente, y bien a tiro, me hizo una pregunta que me pareció inocente o indiferente, y le respondí que sí. Justo entonces, como si le hubiese hincado un hierro candente en el ombligo con mi respuesta afirmativa, me propinó un golpe descomunal con una mano derecha de pelotari medio mongo de aquellos de los frontones euskaldunes. Salí despedido, arrancado del suelo, literalmente volando, para estrellarme de perfil contra la pizarra, y caer como un saco de patatas sobre el suelo. Me costó lo mío recuperarme físicamente de aquello, pero el daño psicológico fue mucho mayor. Había sido un sorbo brutal de injusticia humana, una inmersión inmisericorde en la sustancia trágica de la vida, prueba filosófica radical. El casi todavía niño que era yo no sabía qué delito había expiado con semejante hostiazo de aquel repartehostias profesional, pero mayormente consagradas. No tenía ni idea de qué pecado había cometido contra el padre Oregui aquel, a quien no conocía sino de vista y de nombre, ni contra la comunidad dominica que Dios tenga en su gloria, ni en resumen contra la humanidad considerada como un todo o como el cuerpo místico de Cristo. Después de sufrir semejante humillación de parte de la mala bestia o de la bestia parda, el padre Oregui me despidió displicente, como poseído por el orgullo de haber cumplido con su deber cristiano, una vez más, de hacer justicia en la Tierra (su justicia, porque yo no la podía comprender). Al fin y al cabo, más méritos con vistas a la vida futura en el más allá, que era lo que sin duda más le importaba al elemento aquel. Pues los dominicos no solo se jactaban de ser compasivos sino también de tener «sentido crítico».

Hoy, cincuenta años más tarde, volvía a casa con mi perra, pensando sencillamente que el padre Oregui se había portado conmigo como un grandísimo hijo de puta, con perdón, ya puesto a utilizar un lenguaje trasnochado, juvenil y machista, de hace medio siglo. Y se me apeteció buscarle en Google para ver si podía enterarme de qué había sido de él, pero sobre todo de dónde vivía ahora. Tal vez un número de teléfono, tal vez una dirección electrónica, igual hasta una dirección postal para ir a verle y decirle a la cara la clase de escoria cobarde y abusona que era, que debía seguir siendo. O mejor no, que estas cosas pueden traer complicaciones. Tal vez mejor hablar con alguien necesitado, que por una cantidad nada exagerada se le presente a lo quede de padre Oregui para darle un buen repaso de mi parte…En fin, calma, pasó hace medio siglo, y tenemos que amar a nuestros enemigos porque hemos ido a buenos colegios que nos lo enseñaron, colegios de enemigos nuestros que nos estrellaban la cabeza contra la pizarra.

Pero lo que encontré en Google fue reconfortante, reconciliador, olvidé toda mi inquina. Hay un Centro de Salud Fray Luis Oregui, construido a costa de mucho esfuerzo y mucho trabajo, para ayudar a los necesitados por pura compasión y caridad cristianas. Tiene que ser él el festejado en ese nombre, porque en el proyecto está implicado el Virgen de Atocha. ¡De manera que el padre Oregui habría llegado casi casi a los altares! Fue la hostia que me llevé hostia de santo. La hostia que me tragué sirvió para algo, y eso me quita el dolor de la humillación, que fue la hostia. Sin duda, el santo padre Oregui, ya fallecido, tuvo que arrepentirse de aquel hostiazo que me dio en algún momento de su vida, y ese arrepentimiento suyo, sin duda ninguna, le tuvo que servir para elevar el nivel de su santidad.

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