Lo único que queda, al final, es la honradez para contigo mismo, la voluntad de no engañarte nunca, a ser posible, no caer en la impostura, en la farsa, en las despreciables autocomplacencias siempre mentirosas por definición.
No hay nada más que valga en este baile universal de máscaras que no ponerte ninguna ante ti mismo, costumbre que es lo más fácil de perder del mundo. Pero cuando la pierdes todo lo has perdido y está perdido todo, desde ese momento nada vale nada porque tú no vales nada, es como si estuvieras muerto o mucho peor porque ni siquiera puedes estar seguro de estar vivo. Simplemente eres un falso, alguien que puede pretender solo de este modo serlo todo.
Lo que menos vale entonces es tu nombre, tu imagen, tu reputación, lo que menos vale es pretender tenerla como si eso fuese algo, tuviera algún sentido, porque los demás se te han vuelto también entonces rotundamente falsos.