Nos podría costar la vida entera llegar a comprender que la libertad del otro, esencialmente, no consiste en otra cosa que en su posibilidad, siempre presente, de mirarnos a la cara y decirnos: «mire usted, lo suyo, decididamente, me importa una mierda». La indiferencia del otro, su indiferencia hacia nosotros, que puede llegar a ser cósmica, es la medida misma de la libertad de todos. Pero nosotros esto no lo comprendemos, y buscamos vengarnos del otro que no nos hace caso, incluso matándole. O si no lo matamos entonces nos retorcemos de resentimiento y nos hundimos en la depresión. «Yo soy fulanito de tal, ¡¡pero el mundo no me reconoce!!». Tragicómico. Precisamente la libertad esencial es la capacidad y el derecho que tienen los demás a no reconocernos. Nadie tendría la obligación de reconocerme.
No nos podemos desprender de la infancia en toda nuestra vida y fantaseamos con papá y mamá porque ellos sí que nos hacen caso hasta en las pequeñeces. Fantaseamos o bien con la figura de Dios, que estaría al tanto de todas las tonterías que hacemos y que decimos, porque nos ama y por eso nos tiene que castigar de vez en cuando, cómo no, o bien en la figura delirante, y correspondiente a la de Dios, de la fraternidad humana universal (como si los hombres tuviesen los mismos padres: pero yo no soy hermano de Esperanza Aguirre, por suerte y por desgracia quedo fuera de su herencia, y tampoco la aceptaría como amiga porque no consigo entenderla). Los humanos nos debemos cuidar unos a otros en el estado de necesidad, eso en principio nadie lo dudaría, pero quitando eso hay que digerir de una vez la idea de que a la mayoría de las personas les importamos un huevo.
Pero es que sin duda es mucho mejor así, porque es la condición de nuestra propia libertad el que lo real no se cuide de mí, el que en el peor de los casos pudiera ocurrir que nadie se cuidase de mí, y entonces tuviera que sacarme adelante yo solo con mis propias fuerzas, claro está que solo hasta donde siguiera interesándome. Es insoportable pensar en que un sinvergüenza vaya a venir un día a hacerte caso por pura compasión, y es que entonces, si te dejas, te habría capturado entre sus zarpas definitivamente. Nuestro propio valor, el que nos damos a nosotros mismos y sin el que no podríamos vivir, no puede depender de que los demás nos valoren o no nos valoren (eso y no otra cosa es el estado de esclavitud). Con la importante matización que habría que hacer en el caso del otro «significativo», naturalmente.