DECADENCIA

Es indiscutible que los humanos dependemos para vivir de nuestra capacidad de “hacer” sentido del suceso. Porque se trata de digerirlo y asimilarlo si hemos de continuar en la existencia, de dominarlo en el sentido de hacerlo función de nuestro crecimiento. Lo que no es otra cosa que caracterizar como general a la vida lo que llamamos «pensar». O logramos esto (pensar) o el suceso nos acabará destruyendo tarde o temprano. Ahora bien, la interpretación o valoración del suceso sin duda adopta múltiples formas. Y esas formas a su vez hay que valorarlas. En este punto el descubrimiento nietzscheano es que toda interpretación se origina radicalmente en la afectividad. Y ya sabíamos que hay pasiones alegres y pasiones tristes. Las diversas formas de valorar el acontecimiento se reparten, como entre sus fuentes, entre los dos grandes motores que son el amor y el odio, las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte. Ambas clases, en su juego mutuo, integran la plena realidad de lo que sería Dionisos (creación/destrucción entreveradas e inescindibles). Lo que no quita que sea importante saber distinguir los modos mortales o tanáticos de valoración, esos que tienden a llevarnos a todos a la nada, a anodadarnos. Hay que identificarlos para resistirse a ellos, para combatirlos hasta donde podamos. Pienso con esto en la interpretación “geopolítica” que al parecer hizo Chomsky recientemente de la brutal invasión de Ucrania. Tanto a nivel individual como cultural, la decadencia nos fuerza a convertirnos en caricaturas de nosotros mismos, de aquello que habríamos sido siempre, en una lamentable exageración. Hasta llegar a dar en lo imbécil, en lo ridículo incluso.

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