Escribía Nietzsche en un aforismo de Aurora que los antiguos griegos admiraban en el héroe Odiseo tres cosas. La primera, su costumbre de llevar a cabo venganzas absolutamente terribles contra todos los malandrines que le hubieran atacado no de cualquier forma sino de mala manera. En especial, diría yo, abusando de su poder sobre él o sacando provecho de la situación sin el menor escrúpulo (nos basta con recordar el final de la Odisea, y no particularmente la matanza de los pretendientes de Penélope, eso fue rápido y limpio, sino sobre todo lo que vino después en relación con todos los que le habían traicionado apoyando o uniéndose a los brutales desmanes de aquellos: atrocidades que disgustan mucho al lector moderno). En segundo lugar, su divina destreza en el truco, en la argucia: Ulises el de las mil mañas, le llama Homero, una virtuosa excelencia en la falsedad que hacía sonreír al mismísimo Zeus. Odiseo es el genio de la mentira, pero de la mentira creativa, artística, sobre todo la mentira moralmente justificada, la que desmiente la insistencia kantiana en que es en la mentira donde se plasma por encima de todo el mal en el mundo humano. Dicho brevemente, y para terminar, Odiseo es el actor esencial, y eso sería lo que el pueblo de actores que eran los antiguos griegos adoraba en él. En el mundo terrible de la violencia y la destrucción cotidianas, hay que ser un gran actor para salir adelante. De lo que podemos estar seguros es de que Odiseo estaba completamente exento de «trastornos mentales», por lo menos en el concepto exclusivamente psicológico o psico-social de los mismos.
El actor consumado Odiseo sabe ocultar su verdad a la perfección, su verdad que es la venganza «justiciera», en cualquier caso por lo menos justificada. En nuestro mundo cristiano-burgués los desmanes que nos destruyen se entregan para su dilucidación y reparación al estado de derecho. Pero este funciona tan solo relativamente, en caso de que siquiera funcione. Entonces, o nos vamos de cabeza al psicoanalista, es una solución potencialmente eficaz, no me cabe duda, o practicamos de una manera mucho más sutil y santurrona que la de el héroe griego, por supuesto, aquella máxima de Maquiavelo dirigida al príncipe: «hay que saber ser no-bueno cuando hace falta«.