A comienzos de Junio de 1882 Nietzsche está preparando por correspondencia un verano con Lou Salomé, y en un momento determinado decide dejar fuera del plan a su hermana, a quien en un principio había pensado invitar (en estas cosas él siempre fue muy torpe, pero no iba a llegar a ese extremo de locura).
Es entonces cuando le escribe a Overbeck para decirle que habría asumido una actitud de «devoción o fidelidad a Dios» (Gottergebenheit). Más precisamente, de «rendición» a la voluntad de Dios. Todo entrecomillado, por supuesto, porque a esa actitud, radicalmente religiosa, de rendición a la voluntad de Dios, en la versión nietzscheana hay que llamarla amor fati. Es decir, esa actitud consiste en dejarse llevar, o abandonarse al destino de uno, incluso hasta el extremo de «caminar por dentro de la garganta de un león», como llegará a decir el filósofo literalmente, y hacerlo tan tranquilo. De lo que aquí se trataría entonces es del abandono o de la conformidad de la voluntad propia al juego cósmico del azar, de la divinización del azar. O sea, de llegar a amar el azar, de manera que se convierta en destino.
(Como iba a apuntar más adelante Wittgenstein, la función esencial de cualquier religión no es sino lograr la conformidad del individuo con lo que le ha tocado en la vida, con su «lote», con su suerte. Apaciguar el ánimo, en definitiva. Pero se equivocaba al referir este apaciguamiento necesariamente al cristianismo, y entonces ver a Nietzsche como alguien que habría renunciado a ser feliz de la manera más directa).