Aunque parezca algo así como la lógica de las cosas, simplemente el paso del tiempo nos acaba poniendo a todos en nuestro lugar. O sea, en ningún lugar en absoluto, pero ni mucho menos el lugar que nos habíamos querido figurar como real cuando el delirio del que habíamos partido todos en el comienzo.
Por eso no tiene vuelta de hoja: a medida que nos aproximamos a la conclusión de la vida van cediendo las imposturas hasta esfumarse en la plaza pública.
Aunque muchos, erigiéndose en sucesores o discípulos de los viejos impostores, se dediquen a prolongar en el tiempo la impostura de aquéllos como impostura propia, fingiendo además que el tiempo no se ocupó de destrozarla en su momento.
Pero toda prolongación mimética de la impostura termina doblemente cortada en seco, o al contrario, de modo paulatino. Porque el tiempo siempre sigue pasando, nunca hay «siempre» que valga.
Los más lúcidos son los que más sufren porque saben de la impostura que los constituye, y van notando cómo se va astillando a los ojos de todos. O si no porque son honestos e intentan no caer en ninguna, lo cual es realmente doloroso, tal vez sobrehumano.
Parece que solo se puede vivir pasablemente administrándose periódicamente pequeñas dosis de autoengaño. Pero hay que andarse con ojo, porque el autoengaño a dosis masivas produce un asco invencible, asco de sí mismo o de los demás.
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