Una tal psicóloga Patricia Ramírez, en “El País”, tiene el santo cuajo de escribirnos que “tenemos la obligación de ser felices y disfrutar”. Que se lo digan a un parado de 53 años, o a un desahuciado por los médicos o por los acreedores, o a un jubilata griego. Pero no hay que sacar la frase de su contexto, y además puede ser que haya una buena intención de fondo, por lo menos subjetiva. Porque si la frase se saca del contexto, y más con los tiempos que corren, sin duda es para llevar a Patricia a los tribunales por incitación al odio contra ella y su tribu: ¡¡nos hace sentirnos culpables de no ser felices!! (la vieja lógica sacerdotal: es culpa nuestra, porque si no somos felices es que “no hemos cogido las riendas”). Es decir, nos ha faltado valor o nos hemos equivocado, pero sobre todo somos culpables porque si no somos felices teniendo como tenemos hoy a nuestra disposición por dinero los servicios de Patricia y sus huestes no tenemos perdón de Dios (o somos tontos o pobres o las dos cosas).
Con todos mis respetos para la seriedad de la psicología científica, y para la mayoría de sus profesionales, el problema se plantea propiamente con la divulgación o popularización de la psicología, esas psicólogas y psicólogos de la televisión, la prensa y las revistas ilustradas, para no hablar de los consultorios psicológicos on line, tan parecidos a los de la bruja Sandrita. Porque en este terreno, de lo que se trata simplemente es de buscar palabras en boga, chistosas o si no por lo menos chocantes, para darles apariencia de términos técnicos, y usarlas de nuevo para bautizar a lo obvio que todo el mundo sabe desde siempre. En realidad, la buena intención de estos divulgadores de la psicología es como la de los conocidos que te dicen cuando te ven con el gesto torvo, “¡ánimo!”, “hay que alegrarse”, “no le hagas caso que es un cenizo”, “se está aprovechando de ti”, o si no te espetan el consabido refrán de que a vivir que son dos días. Así, se habla de la persona tóxica, y su peligro en contextos laborales, para referirse al hideputa de toda la vida (claro que lo de hideputa no se puede decir porque no está nada bien, y por otra parte alguien se puede dar por aludido); se habla de la persona vírica que se extiende y de todo se apodera, o de la personalidad enredadera o vampírica, y estos términos tan sobriamente científicos no hacen sino referirnos al penoso pesado de siempre al que no contestamos cuando llama por teléfono. En fin, en un rapto de suprema lucidez la psicóloga Patricia nos recomienda que no nos dejemos pisar porque hay que disfrutar de la vida.
En todo esto probablemente influya el hecho de que los psicólogos ya no estudian filosofía y entonces su pensamiento no es de verdad pensamiento sino un revoltijo de recomendaciones pueriles mal envueltas en insufribles topicazos. Ignoro el estatuto científico del tipo taxonómico “vírico caradura” que la doctora Ramírez blande en su columna, pero en fin, a todos nos vienen nombres y caras a la memoria cuando leemos estas dos palabras. Y por eso seguiremos leyendo a la psicóloga Patricia.
Además, insiste Patricia en que tenemos que ser éticos (?), pero a mi modo de ver es mucho más inhumano clasificar a una persona de «vírica caradura» que diagnosticarla de trastorno narcisista, sin contar con que esto último sí tendría algún sentido. ¡Claro! Tampoco se trata de que Patricia vaya a desatar una persecución contra los víricos caraduras, todo lo contrario, su humanidad llega al extremo de que les da cita en la consulta para curarlos, y entonces dejen de amargarnos la vida. Pero las personas estamos, además, para incordiarnos las unas a las otras contándonos nuestras penas y nuestras manías e intentando manipularnos recíprocamente, si no la vida humana sería un cementerio, algo muy aburrido. Y no seríamos felices en el sentido real de la palabra.