Tengo observado que por lo menos yo insulto siempre a la manera puramente reactiva (tal vez sería pensable otro tipo de insulto, el estratégico).
Pondré dos ejemplos. Ayer los periódicos de la derechona andaban ufanos dándole vueltas al «escándalo» de que un miembro del actual gobierno griego viviera bien (en concreto: tenía para comer, una casa confortable, incluso piano, ¡una mujer guapa!). No pude evitar enviar el siguiente comentario: «Cotillas de mierda, siempre estáis igual, franquistas». Inmediatamente, aparte de 5 ó 6 ataques venenosos contra mi persona de franquistas literales, me respondió una buena persona, toda madre, admonestándome amorosamente en el sentido de: «deja tu opinión, Mariano, pero no insultes». (¿Cuál es la diferencia?)
Hoy leo en «El País» que a Felipe González no le parece nada bien eso de que en las listas electorales de los partidos no puedan ir imputados porque sería tanto como legitimar que esas listas las confeccionaran los jueces». Inmediatamente se lo conté a un amigo con la introducción siguiente: «Ha dicho el cabrón de Felipe González…»
En un primer momento me arrepentí considerando lo insensato de mi irritación, y que ya no tengo edad para ir por ahí insultando a la gente (la típica resolución patética: «¡nunca más volveré a insultar a nadie, ocurra lo que ocurra!»). Pero, bien pensado, mis insultos son reactivos, meras devoluciones de una violencia que se me ha infligido. Los necios, los resentidos, los locos, hacen mucho daño, y de algún modo hay que defenderse para no acabar ingresando en sus filas a consecuencia de sus insultos. Sobre todo, tanto los periódicos de la derechona como Felipe González nos habían insultado de la peor manera posible: habían insultado a nuestra inteligencia.
Otra cosa es aprender a insultar con elegancia, arte, finura, pero eso solo iría contra quien lo merece