Leyendo la historia de Augusto redactada con tanta seriedad por Adrian Goldsworthy, a uno le asalta la nostalgia imaginaria de todas aquellas épocas pretéritas en que la crueldad humana era descarada y valiente.
Todos sabían que a quien disponía de sesenta legiones no se le podía tocar demasiado las narices.
Y quien tenía una guardia personal de fornidos esclavos germánicos de absoluta lealtad merecía todo el respeto del mundo, hasta ahí podíamos llegar.
Hoy sucede en el fondo exactamente igual, la clave del poder sigue siendo al final la amenaza de la muerte, pero con la Europa cristiana y moderna la crueldad se fue haciendo cada vez más interior, más hipócrita, más moralista, y a los torturadores se les hizo necesario esconderse tras miles de máscaras. Lo cual no los hace en absoluto menos crueles pero sí mucho más repulsivos.
Mucho más sana, mucho menos dolorosa una bofetada que el veneno del debate televisivo.
Viva la Roma pagana
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