El grado de corrupción económica y moral al que se había llegado en la política española era tal, que en cuanto de forma casi milagrosa apareció alguien que se limitaba a decir la verdad, todos los mentirosos entraron en pánico (la verdad en el simple sentido de «lo que todos podemos ver», con tal de que abramos los ojos y olvidemos la obscenidad de nuestros pastores: el rey del que se alaba la riqueza y gusto del atavío en realidad se pasea completamente desnudo).
Y se aplicaron con desesperación, como siempre ha ocurrido, a la tarea de destruirle con el trabajo en que son tan expertos, o sea, contando mentiras o envenenadas verdades a medias sobre el que se limita a decir la verdad, para convencernos de que «todos somos lo mismo». Pero los ataques de los corruptos simplemente volverían a demostrar lo evidente, que el que dice la verdad dice la verdad, y entonces no es más de lo mismo sino bien diferente o incluso contrario.