La risa de Dionisos
(24 de Septiembre de 2012, Seminario Nietzsche Complutense)
1. ¿Cuál es el sentido de la filosofía? ¿Cómo se puede justificar no sólo la tarea, sino sobre todo el mismo tipo humano que es el filósofo?
En el caso de Nietzsche responder a esta pregunta no es en absoluto difícil, y tal vez por eso su atractivo como pensador, porque con él uno sabe siempre de qué se trata). Lo que quería Nietzsche queda perfectamente expresado en la siguiente declaración de intención: Nada conseguirá nunca que reniegue de la vida, que maldiga la vida, tal y como yo la entiendo. O bien, lo que escribió en otra ocasión de que su tarea consistía en construir una filosofía, una manera de pensar, tal que uno pudiera soportarse a sí mismo por toda la eternidad, sin necesidad de estar todo el día yendo de aquí para allá (por ejemplo, preocupándose de sus semejantes y ocupado en la compasión porque uno ya no se aguanta más a sí mismo). Algo que nos hace pensar en aquello de Pascal, que la raíz de todo el mal que se abate sobre los hombres en la vida estriba en su incapacidad de pasarse un par de horas solos en una habitación sin hacer nada.
Como todos sabemos, el fenómeno tremendo de lo dionisíaco, tal y como lo descubre Nietzsche, vendría a darle al filósofo la clave de toda esa tarea que sería la suya en lo sucesivo y hasta el final, pues trágico o dionisíaco es el sí dicho a la vida, incluso, o sobre todo, en sus aspectos más crueles y enigmáticos. No hay que querer quitarle a la existencia su carácter misterioso, peligroso: y en esta renuencia consistiría todo el quid de la trasposición de lo dionisíaco a un pathos filosófico. Los árboles que crecen más altos y bellos son los que hunden sus raíces en lo más hondo de la Tierra, es decir, en el mal. De lo que se trataría entonces es de lograr afirmar la vida en su doble cara de creación y destrucción. Dionisos, por ser el dios de la vida, es el dios de la muerte.
Mi aportación para el día de hoy insiste en la afirmación matizada de que aprobar lo real se puede sólo si somos capaces de reírnos de la verdad. Sólo si logramos reírnos de ella seríamos capaces de afirmar lo real, incluso de amarlo, que ya es decir. Sin taparnos los ojos, queriendo ver lo que se ve, que es lo más difícil. La conformidad con el destino la daría la religión, radicalmente. Pero también cabe la posibilidad irreligiosa de amar el destino tomándole el pelo al mismo tiempo. La risa como el ejercicio rebelde de la admiración filosófica, significa tomar partido.
Claro que la risa tendría sus condiciones de posibilidad. El Nacional Socialismo las habría exterminado, pero por supuesto no sólo este movimiento. Hacer imposible la risa consiste justamente en que uno prefiere o quiere la Nada. Y hay configuraciones sociales, políticas y económicas, por supuesto, lo calculó bien Parfit, en que la gente tiene que preferir la Nada si es racional. El reto del nietzscheano es entonces el más difícil, consiste en obstinarse en aprobar lo real incluso en esas circunstancias en que sería lógico dimitir. Por eso, en este sentido al menos, el nietzscheano no es racional. La risa es un don, la alegría como la fuerza mayor. Alegría tantas veces inmotivada, absolutamente incomprensible. Que algunos se permitirían tener a raudales, pese a todo. Hay que poder imaginar circunstancias en que serían justamente los locos los únicos que no se suicidan, dicho esto desde la perspectiva de la racionalidad instrumental incrustada en nuestra biología. Hay que poderlo hacer, imaginarse esto, para seguir con el sueño de alcanzar la invulnerabilidad.
Sé de algunos que recurren a la filosofía buscando una coraza frente al acontecer. Pero también sé que alguien dijo una vez que la solución no existe. Nietzsche pensaba, sin ir más lejos, que aquel que siga creyendo que el problema de la existencia puede tener una solución política merecería dar clase en una Universidad alemana, nada menos. No existe LA solución, el algoritmo universalmente aplicable que nos pondría a salvo del tiempo, y de la sangre y del sudor. Ese algoritmo que algunos han ido a buscar en la filosofía o a su historia.
Ni la ciencia ni el arte nos harían invulnerables, tampoco la terapia filosófica. Una vez alguien escribió con evidente satisfacción que la vida intelectual, que tantas satisfacciones nos da, ya no es solución cuando llega la enfermedad. Aparte del resentimiento con que esto estaba pensado, su verdad interesante es que el cuerpo es lo serio. Con los dolores, con la debilidad del cuerpo, maldita la gracia que nos hace nada.
Si hubiera alguien capaz de reírse de las tragedias de la vida, y no es en el fondo tan difícil como parece, (a ello ayuda el que todas ellas, sin excepción, tengan su lado cómico), sin duda que cuando a ese le vayan a tocar lo real, o sea, su cuerpo (el hambre, la enfermedad, la violación, las manipulaciones de los médicos, la tortura, la horca), se evaporará la misma condición de posibilidad de la risa, que es ante todo el relativo bienestar corporal.
Pero hay algo que falla en esta composición tan de sentido común. Y es que la risa se entrevera cuando es real con el dolor. No puede ser de otro modo, porque nunca nos hemos referido a la risa estúpida sino a la que nos da a comprobar lo absurdo de la realidad situándonos por encima de él.
2. Ahora bien, ¿en qué se viene a resumir el humorismo, si lo consideramos como filosofía, en el más simple sentido de cosmovisión? La risa irrumpe en algunos cuando se defraudan sus expectativas lingüística, culturalmente inoculadas. En la civilización del Logos, que es la nuestra, se trataría de las expectativas que parten de la creencia en la Unidad como categoría suprema. La unidad estaría dada en el origen, se cree, y con ello la identidad, y la imposibilidad de la contradicción, y la conformidad a ley de todo lo que acontece. Hemos llamado seriedad, precisamente, a la confianza nunca cuestionada en el valor ontológico de esas expectativas racionales que nos entrega la cultura y el mismo lenguaje que hablamos. El hombre tan serio que estalla en carcajadas, o simplemente se sonríe filosóficamente, es aquel al que se le acaba de hacer patente, en este o aquel suceso, que lo real no tendría casi nada que ver con la Lógica. O que la vida humana es en último término absurda, en el sentido schopenhaueriano.
La hybris del humorista radica en que le habría cogido el gusto a la revelación de las incongruencias de la vida humana. Es decir, el humorista se siente digno de la revelación propiamente trágica, como la llamaba el joven Rosset estudioso de Schopenhauer. Para el humorista, el hacerse patente del absurdo no es motivo ninguno de repulsa, ni mucho menos el pretexto para enrabietarse o deprimirse. Aunque muchas veces tenga que superarse a sí mismo y esforzarse enormemente para lograrlo. Antes al contrario, el humorista disfruta esgrimiendo el absurdo como su trofeo, frente al hombre gris del maquinismo cotidiano. Sin duda porque de este modo restablece la soberanía de lo real, por encima de todos nuestros delirios de omnipotencia. Lo cual es la definición misma de lo sublime, contemplar la enormidad de lo real haciéndose uno digno de semejante contemplación. Como estar agarrado a una tabla en medio del mar en la tormenta…
El humorista consumado sería entonces el perfecto nihilista. Pero se trata con él del nihilismo como modo divino de pensar, y no del nihilismo reactivo cristiano-schopenhaueriano. La Unidad no está en absoluto dada, como mucho podríamos hacerla, incluso tendríamos que hacerla.
El humorista consumado sería por otra parte, naturalmente, el perfecto escéptico. Es decir, el que no cree en nada, el que tiene la mirada libre. Eso de no creer en nada es posible sólo en la medida en que no entendamos las creencias como las de los ejemplos que da Wittgenstein en Sobre la certeza.
Es decir, para el humorista consumado no habría nada de verdad sagrado, en el mundo humano, de manera que su “derecho” a reírse no conoce límites. (Más que los que le dicte su prudencia de persona sensata).
Pero claro, poner todo esto de manifiesto en una de sus bromas, en el fondo es algo terriblemente serio. El humorista es alguien muy serio, incluso alguien terrible. A lo largo del año 1888, cuando la producción nietzscheana se torna realmente frenética, el filósofo se va a permitir una especie de recreo o divertimento, se va a permitir una especie de broma, al mismo tiempo que ultima lo que conocemos como Crepúsculo de los ídolos, y como aperitivo, podríamos decir, antes de emplearse a fondo en la parte grandiosa y más terrible de su obra, la que va a contener todo el mensaje de la Umwertung aller Werte, con la que va a partir la Historia de la Humanidad en dos mitades (en caso de que consiga hacerla entender bien): el primer libro, y único, El Anticristo. Y la broma se llama nada menos que El caso Wagner, ese prodigio terrible e implacable. Pues bien, en el comienzo mismo de esta obra Nietzsche coloca un lema inspirado por una sátira de Horacio (“nada impide al que ríe decir la verdad”): ridendo dicere severum. Ocurre siempre que la verdad es cosa severa.
Porque el humorista no es el poeta que miente demasiado, ni tampoco el actor que representa un papel en que no es él. El humorista quiere decir la verdad, tiene que decir la verdad, de lo contrario sería un simple chistoso de feria, o un gracioso sevillí. La música de Wagner no sería a juicio de Nietzsche música ninguna porque no dice ninguna verdad. Es al contrario puro teatro, histrionismo, jugar a ser el que no se es porque no se sabe quien se es, tal vez porque no se es nadie. La música de Wagner es idealismo puro, el pecho hinchado, la santurronería, la hipocresía, la mentira que sólo busca tener efecto de verdad. No tiene ninguna gracia Wagner, aunque sí podemos reírnos de él, y por eso justamente El caso Wagner.
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A. Nietzsche dice que tomarse las cosas en serio las deforma necesariamente, o sea, que toda seriedad falsea lo real porque lo tiene que deformar: La mujer más hermosa deja de serlo en cuanto nos la tomamos en serio. Y esto no se refiere específicamente a la mujer, no nos vayamos a engañar en esto, más bien se refiere a todo lo que hay, a lo real en cuanto tal. Pero la mujer es mucho más real que el hombre, no delira ni la mitad que él.
Podría tener que ver esta declaración nietzscheana, ciertamente, con lo que el filósofo llamaba fisiología, y más en concreto con la fisiología del arte. Es la perspectiva de la salud la que tendría siempre la primacía, la que tendrá siempre la razón (frente a la otra, su rival, frente al parásito reactivo). Es decir, esa perspectiva de la salud es la perspectiva verdadera. Y la salud, el cuerpo sano, si hay algo por lo que se caracterice, si hay algo que defina la salud en tanto visión de la realidad, como teoría de lo real, es el humorismo. Desde un planteamiento epistemológico, hay que decir que el cuerpo sano es el que obtendría placer con el reconocimiento de lo real, justamente porque este reconocimiento, para él, significa inmediatamente la aprobación de lo real. La salud es arrogancia, sobre todo valor, risa. Porque la salud se traduce en la necesidad de resistencias. Ahora bien, eso es precisamente la realidad, Ortega dixit, lo que siempre opone resistencia a nuestros deseos. El cuerpo sano necesita de lo real, y sin duda lo real nunca nos va a faltar en la vida, mientras que cuando estamos enfermos no nos queda otra salida que huir de lo real, escapar del modo que sea (que hay muchos modos, por ejemplo delirando, todos ellos modos falsos). La seriedad se hace carne como gesto feo, antipático, completamente ridículo. Por eso la seriedad da risa. Por ejemplo, el tan peculiar gesto de la virtud, la expresión del rostro del santurrón cuando el santurrón hincha su pecho representando el papel del que trafica con lo sublime. El santurrón es falso por necesidad. En el caso de la música wagneriana, una buena dosis de hipocresía, la supeditación de la música al teatro, servirán para excomulgar a la música que da placer, a Bizet o a Offenbach, por poner dos ejemplos. Pero ocurre que la música que da placer es la música verdadera, la música que dice la verdad. La música que ríe. Nos dice Nietzsche que seremos filósofos en la misma medida en que seamos músicos, o si no melómanos. Y es que la vida sin música, de la de verdad, sería un error, igual que sería un error la vida sin risas.
B. Zaratustra nos dice (IV, “Del hombre superior”, 16) que hasta ahora el pecado más grande en la Tierra fue la palabra del que dijo ¡Ay de aquellos que aquí se ríen! Parece ser que el que esto exclamó, con ademán patentemente amenazador, no encontraba sobre la Tierra razones para reírse. Pero razones para reírse las encuentra aquí hasta un niño.
Y tras constatar eso precisamente, la enorme cantidad de razones que hay para la risa en la Tierra, dará en pensar Zaratustra, yendo directamente a lo esencial: “Ese no amó lo bastante, porque, si no, nos habría amado a nosotros, los que nos reímos”. Amarnos en vez de odiarnos e insultarnos, al pronosticarnos el llanto y el crujir de dientes. Nuestra risa era para él el límite de su amor. ¿Por qué? Porque es sabido que el que se ríe no tiene la costumbre de pagar.
Y es que reírse sería la forma suprema de amor, porque es precisamente el amor que no exige amor, ni nada, a cambio: yo te quiero, pero me parece muy bien que a ti eso te traiga sin cuidado, es más, sería lo normal, no pasa nada, hasta ahí podríamos llegar. El amor, cuando es grande, lo que no quiere es amor, por la sencilla razón de que no quiere nada a cambio, sino únicamente amar más. Y cuando ya no se puede amar más, habría que pasar de largo, y aquí paz y después gloria. Tras reflexionar Nietzsche sobre el amor, en una ocasión memorable, a propósito de la Carmen de Bizet, después de haber escuchado la ópera veinte veces en un lapso de tiempo asombrosamente breve, nos acabará presentando el amor no egoísta como una de las mentiras más falsas. El amante desea el bien del amado tanto como el suyo propio, eso es cierto, pero en orden a poseer absolutamente al amado: el deseo supremo de todo verdadero amante. Y es que eso, el afán de posesión, sería inevitable, pura fatalidad, puro fatum, por eso dice Nietzsche que el amor es una broma trágica. Que se lo digan a don José, él, que termina matando a Carmen, obedeciendo al pie de la letra el dictado de la broma trágica, la maté porque era mía…Pero don José no se ríe en absoluto, porque el riente es el que ama por encima de lo humano, pero también de lo divino (sucede que también Dios te exige tu amor a cambio del suyo). Es decir, el que se ríe es aquel capaz de amar sin pedir nada a cambio, tampoco amor. Cuando nos reímos con ganas, y de una cierta manera, todo lo que nos hace falta lo tenemos en la risa misma, por eso no esperamos cambiarla por nada. Todo lo más, nos gustaría que se rieran con nosotros, naturalmente. (Claro que no es manca aquella observación de Marx en uno de sus Manuscritos de 1848, la de que, si tu amas pero tu amor no despierta amor entonces tu amor es una desgracia. Esto da que pensar en el valor de cambio del amor: lo que queremos cuando queremos no es sino que nos quieran. Pero la risa nos daría el ejemplo de algo que sólo tiene valor de uso, ya que es su propia recompensa. Lo que no quita que a veces estemos dispuestos a pagar por que nos hagan reír).
C. En misiva del 1 de Febrero del frenético 1888 (nº 983), le haría Nietzsche unos oportunos comentarios a su amigo el compositor Heinrich Köselitz, Peter Gast, que tenía la suerte de residir nada menos que en Venecia, sobre el último sorteo de la lotería de Niza, recientemente celebrado. Y es que el filósofo se había permitido el lujo, con tal motivo, el “estúpido lujo”, de imaginarse que le había tocado a él el premio gordo de la lotería. Y su fantasía la resume filosóficamente Nietzsche de esta manera: “con ese medio millón se podría restablecer mucha racionalidad sobre la Tierra”. Y a continuación nos da una indicación preciosa del significado más positivo que tendría, para este Nietzsche del final de la lucidez, una vida racional como vida de verdad humana, o sobrehumana: “como mínimo, nosotros dos (el filósofo y el músico, Nietzsche y Köselitz) contemplaríamos la sinrazón de nuestra existencia con más ironía, con más «más allá» [Jenseits]”. Es por lo tanto racional el capaz de transfigurar la sinrazón del mundo humorísticamente. Y es máximamente racional el capaz de reírse de sí mismo. Porque sólo riéndonos de nosotros mismos organizamos estéticamente el absurdo, es decir, extraemos placer de él. No hay racionalidad en la vida sino que se la tenemos que prestar nosotros a la vida para que nuestra existencia sea soportable o incluso placentera. Ahora bien, el pensador que había publicado el Zaratustra, el pensador que se traía entre manos la partición en dos de la Historia de la Humanidad, trabajando este año final en el proyecto de su obra sobre la transvaloración de todos los valores, se hallaba a sus cuarenta y cuatro años “enfermo, pobre, falto de aprecio, en el desamor, en el desamparo”. O al menos así lo vivía él. El problema que se le planteaba a Nietzsche, entonces, era seguir amando y aprobando la vida, con todo y con eso. Como lo llega a poner él mismo en palabras, su reto era el de “no convertirme en un cascarrabias trágico”.
Cree reconocer el filósofo en el compositor a un compañero en la desgracia. Y entonces llega un momento en que observa, con entusiasmo contenido, que los dos, Nietzsche y Köselitz, son capaces de producir obras “totales y divinas”. Lo cual es una paradoja, o sea, es paradójico que el que está vencido por la enfermedad, la pobreza y el desamor, sea capaz sin embargo de regalarles a los hombres obras divinas. Y sea capaz, así, de justificar su existencia. Es decir, resulta paradójico que una vida en la enfermedad, la pobreza y el desamor, vaya a poder ser una vida tan valiosa, incluso apoteósica. Esa vida del pobre, del enfermo, del abandonado, estará justificada por sus obras, de arte y de pensamiento. Ahora bien, ¿cuál sería la increíble condición de posibilidad de estas producciones divinas? (O sea, ¿cuál sería el medio de justificar y hacer máximamente valiosa la vida humana?) La risa, sobre todo reírme de mí mismo, la ironía. Sólo una cosa es necesaria para vivir una buena vida, la ironía.
¿Por qué? Porque sólo la ironía es capaz de descargar a la vida desgraciada, es decir, a toda vida, de todo el veneno del resentimiento. Sería un mecanismo humano, tan religioso y moral como bio-evolutivo, el de buscar culpables del sufrimiento propio. Buscarlos en el otro o sobre todo en uno mismo. La condición de posibilidad de la risa consiste en desaprender el método milenario, constitutivo de lo humano, de buscar culpables para castigarlos, sobre todo para castigarme. Sólo este desaprendizaje radical de la crueldad me purgaría absolutamente de todo resentimiento, habilitándome para amar el destino. O sea, para morirme de risa. La risa no dejaría de tener una muy filosófica condición de posibilidad. O mejor dicho, reírse y dejar de buscar culpables cuando sufro, para castigarlos y para castigarme, son una y la misma cosa u operación.
Pero la fantasía nietzscheana con la lotería de Niza recorrería todo su camino hasta llegar a un último punto más bien amargo. Una última condición de posibilidad. Y es que el ich denke, que tiene que poder acompañar a todas mis representaciones, por supuesto, para que sean representaciones, o para que sean algo para mí, se nos va a desenmascarar, al final, nada menos que como dinero contante y sonante. La condición de posibilidad de la creación es la ironía con las cosas de la vida, porque sólo la ironía nos hace ligeros librándonos del resentimiento, de toda seriedad o pesadez, y así nos faculta para la creación. Pero la cosa no para ahí, porque la condición de posibilidad de la ironía y de la distancia para consigo mismo, el último o primer principio trascendental del que todo pende entonces, según la lógica terrenal, “la Lógica sobre la Tierra”, como dice Nietzsche, es medio millón de francos franceses de 1888, todo un dineral. “Medio millón”, remata Nietzsche, es “la premisa de la ironía”, tal y como va el mundo.
Para poder no andar buscando culpables a fin de castigarlos ( a fin, sobre todo, de castigarme a mí mismo), y entonces reír o estar habilitados para reír, amar y crear, hace falta tener dinero, o, incluso, tener mucho dinero. Y eso lo dice Nietzsche, naturalmente, en broma, gastándonos una broma. Una broma trágica, porque, en realidad, como Horacio, lo que trata Nietzsche es decir riendo cosas severas. La condición de posibilidad de una existencia nietzscheana sería el triunfo de la revolución proletaria, vaya broma trágica, vaya disparate. ¿A quién le va a tocar la lotería de Niza?