ZAMBRANO (1)

PRESENTACIÓN DEL VOL. VI OOCC MARÍA ZAMBRANO

ANÉCDOTA Y FILOSOFÍA

Siempre serían excepcionales los escritos autobiográficos de un verdadero filósofo, porque éste, como lo es, tiene la virtud de convertir, con sólo rozarla, hablarla, decirla o mejor escribirla, la anécdota en pensamiento, lo vivido en concepto o esbozo de concepto. Por eso la vida del filósofo siempre tiene la cara vuelta a la eternidad, por eso no es un mero escritor costumbrista o apegado a su situación espacio-temporal, sino que escribe para la Humanidad, como funcionario de la Humanidad que decía Husserl.

Así, la anécdota pasaría a ser algo más de lo que directamente es: una especie de corte de sentido o que introduce sentido, corte practicado por una subjetividad alerta y con gusto, en la corriente temporal de la insignificancia objetiva. Eso es lo que hace el contador de anécdotas, más o menos; el escritor de anécdotas, atento a las personas y los personajes, y a las costumbres que refleja en su discurso. En cambio, el filósofo o en este caso la filósofa va más allá, hasta tallar en la anécdota vivida un monumento duro como el bronce que puede durar mil años. Y esto es posible porque trabaja con la herramienta del concepto. El mero escritor coleccionaría anécdotas que por sí mismas tienen y dan significado a la vida de un personaje; el filósofo que las cuenta, en cambio, las usa como soporte de una construcción conceptual.

La anécdota del filósofo cuaja en la palabra, sobre todo, cuando su subjetividad se encuentra con la del otro, y de golpe la penetra al mirarlo y escucharlo, la penetra hasta el fondo, dejándolo retratado en su significado esencial.

Por ejemplo, María Zambrano, que tantas veces mira y escucha a su maestro Ortega. Ortega, en una ocasión, contándole a ella y a otros dos orteguianos, varones y no filósofos, seguramente un día de Diciembre de 1934, que está pensando en escribir un artículo para introducirse con él en la intimidad del español madrileño que todos los días pasa por el kiosko a comprar su periódico. Un artículo de los de «pliego de cordel», de los que se meten sin ser notados en la mente del lector, única manera de mover el ánimo del que ama la lectura en España. Al final sucederá que Ortega no escribe ese artículo, precisamente porque alguien divulga su pretensión, y entonces, en tanto esperado, ya no vale la pena escribirlo porque a su juicio no tendría el efecto que deseaba tuviera. O sea, el de advertir a los españoles de que se acerca una tragedia, como la de la Guerra, supongamos nosotros, una tragedia que Ortega se niega a admitir por mucho que la presienta, porque él es esencialmente antitrágico. Tal vez dramático o novelesco, pero en absoluto trágico. Y de ahí esa angustia que María recuerda en él a finales del año 34.

Ese año también contiene la otra anécdota famosa, la de la irritación de Ortega cuando María le entrega en la redacción de la Revista de Occidente su artículo «Hacia un saber sobre el alma». «¡No ha llegado usted aquí—dicho esto de pie y dándose un golpe en el pecho—y ya se quiere ir lejos!». Entonces baja ella la Gran Vía llorando y pensando que la gente con la que se cruza ignora que Don José ha muerto. Que D. José ha muerto, o sea, que ella ha nacido como filósofa (ya no es, propiamente hablando, su discípula). Creía estar en el terreno de la razón vital cuando de hecho ya lo había abandonado. Pero eso se lo tuvo que aclarar Don José con su claridad cristalina habitual. Y en ese momento él «murió», dejándole a su discípula la esperanza, junto con su ausencia. La esperanza de ser en rigor alguien con voz propia; o del futuro de filósofa, o sea, de una persona que de verdad tiene algo que decir, ya no repetir o simplemente continuar al maestro. Esta primera ausencia, la de la muerte subjetiva de Ortega en 1934, le va a revelar a María Zambrano quién era esa figura de su maestro: la del que, con su inigualable claridad de ideas, va revelando a los que le rodean quiénes son y dónde están.

Más de veinte años después María Zambrano se va a enterar un día de la muerte objetiva del filósofo madrileño, y entonces tomará la pluma, el 15 de Noviembre de 1955, para redactar una nota sobre «Don José». Podemos considerar ahora a la muerte, a la real, como una anécdota más, o incluso como la super-anécdota que, a la vez, las cierra todas y revela el sentido último de todas. De nuevo se vuelve a cumplir que la ausencia del personaje nos trae consigo el regalo de la definitiva aclaración de sus perfiles. ¡Cuanto más la ausencia definitiva! En ese apunte de María la definición es nítida: mientras que la mayoría de las personas cuando se ensimisman se enturbian y confunden, en Ortega se notaba un ensimismamiento como una inmersión en un medio transparente y luminoso. Una claridad de esencia que inmediatamente la persona moral que era Ortega nos convertía en regalos, como ya vimos, regalos que derrochaba como filósofo, periodista, incluso cura de parroquia. Su vida, como acto moral, debemos entenderla entonces como ejercicio ético de lo que María Zambrano denominaba caridad intelectual. Una vez más comparece en la anécdota definitiva de su muerte real el logos del Manzanares orteguiano. Salvar de su insignificancia, por la filosofía, a las cosas pequeñas de la vida cotidiana, y es que ellas son las que traman la urdimbre que se conectará esencialmente con nuestra identidad de personas.

Todo esto sería, al menos, parte del Ortega vivido por María Zambrano. O el Ortega formando parte de la vida de María Zambrano. En último término, podemos generalizar, las personas son alguien en tanto que vividas por otras personas, en una tupida red de relaciones muy complicadas. No habría, por supuesto, ni un Ortega en sí ni una María Zambrano en sí, sino esos personajes que son vividos por otros, o por sí mismos (y en principio, no se ve bien por qué lo vivido de sí por ellos mismos va a tener primacía sobre lo vivido de sí por otros).

 

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