Iba allí sentada en el vagón la buena señora aún no anciana pero cerca, iba completamente ausente. Barajaba con una mano más que nerviosa frenética unas estampitas de colores referidas a milagros de santos, al parecer, mientras que con la mano que le quedaba libre, muy habilidosa, pasaba las cuentas inverosímiles de un rosario rosa con un crucifijo tirando a fosforescente. Intenté mirarle a los ojos para poder darme cuenta de su situación, de qué estaba pensando y cuál era la vida que en ellos latía. Pero su mirada era hermética como un muro de cemento y lo único que llamaba la atención en su rostro era el incesante bisbiseo de sus labios devotos. Lejos del Metro, fuera de la gente, en diálogo con el Dios Uno y Trino.
La crisis no deja de hacer estragos devastadores.