De vez en cuando vuelven a mi mente algunas magníficas anécdotas del excelente Agustín García Calvo. En una de sus composiciones poéticas, «la mano del que sabe», interpretada por Amancio Prada, Agustín rozaba el tema lacaniano de la voz del amo. Al que manda, al que da órdenes a la gente, desde siempre se lo habría colocado en la categoría del sabio, sacerdote-filósofo-científico. Darse cuenta de esto críticamente, por supuesto que implicaba corroer el estatuto mismo del conocimiento, para declararse en contra de la dictadura de los expertos. Claro está que la tecnocracia resulta muy cuestionable políticamente.
Pero creo que todo lo que ha venido sucediendo desde entonces nos lleva a la rotunda conclusión de que es preferible que mande el que sabe que no el ignorante y el tonto. Porque convengamos que hay alguna diferencia entre saber y no saber, y en el supuesto de que, al fin y al cabo, alguien tiene que mandar.