A finales de noviembre de 2020 me sentí enfermo una tarde de sábado, con “síntomas compatibles” con el coronavirus, y la cosa iba a peor. A eso de las 23 h. llamé al teléfono dispuesto al efecto por la Consejería de Sanidad de la CAM. Me contestó una mujer latinoamericana que me hizo rellenar a distancia una especie de formulario con mis datos personales y con mis síntomas del momento. Luego me dijo que me no saliera, que me aislara en mi casa y que esperara a partir del lunes la llamada en la que me dirían lo que tendría que hacer y a dónde ir para realizar la prueba correspondiente. Así lo hice, y hasta hoy, 18 de abril del año siguiente, no me ha llamado nadie. Me busqué la vida yo mismo con una prueba de antígenos que dio negativo. Menos mal.
Hace unas dos semanas, como quiera que me enterase de que a un conocido más joven que yo, o menos viejo que yo, ya le habían vacunado, me decidí a llamar a la Consejería de Sanidad otra vez, no sin cierto escepticismo. Me cogieron el teléfono cinco o seis minutos después de decir ¡UNO! (“vacunaciones”), para decirme simplemente que habían estado intentando localizarme por teléfono el 2 de abril, viernes santo, para citarme para la vacunación, pero que no lo habían conseguido, de modo que la cita no fue confirmada…Pero en mi móvil no había ningún mensaje ni llamada del 2 de abril, y quise entonces asegurarme de que tenían bien grabado mi número, pero la mujer me dijo que ellos no tenían acceso a “la lista” y no podían verificar ni modificar nada. Me tranquilizó asegurándome que me iban a volver a llamar, pero que no se podía saber cuándo. El día 9 de abril seguía yo sin tener noticias del asunto y volví a llamar. Cuando estaba a punto de colgar por la tardanza, cogió el teléfono un hombre para decirme que me habían citado por teléfono ese mismo día para el día siguiente, el 10, a fin de vacunarme en el Palacio de los Deportes (creo recordar que así lo llamábamos antes, aunque no estoy seguro; él no dijo eso sino un extraño nombre que debe ser de alguna empresa de las que se entienden con esta gente). En mi teléfono no había ninguna llamada ni mensaje que se pudiera corresponder con la suya.
Cuando llegué al Palacio de los Deportes al día siguiente a las 13 h. me encontré con que no había casi nadie, según se decía por el miedo a la vacuna. A no ser con un personaje bien trajeado, de ademán patricio, paso calmo y porte solemne de muy señorón, al parecer el mismísimo Consejero de Sanidad en persona, rodeado de una nube de elementos humanos de menor estatura, de índole más zafia, y también de algunas cámaras de televisión y micrófonos. Había por allí cerca un tenderete del PP, con banderolas azules y rojigualdas. En el control de abajo, tras tomarme la temperatura, me localizaron enseguida por el ordenador en el registro o en “la lista”, y me dijeron que pasara y que subiera al primer piso. En el ordenador del primer piso, al lado del puesto de vacunación, la que allí trabajaba no pudo localizar esta vez mi nombre en el registro, y tuvo que llamar al informático que por allí pululaba para preguntarle si no habría habido un fallo en la red o sería cosa del software. El informático estuvo manipulando el chisme y se limitó a musitar con gesto serio: “hay que hacerle todo el registro otra vez, partiendo de cero”. Se nos había unido otra trabajadora con aspecto de voluntaria que expresó sus sospechas acerca de mis intenciones al ir allí a vacunarme sin estar en el registro, pues eso nunca les había pasado. Yo hice que me enfadaba (me puse en plan “¡usted no sabe quién soy yo!”), y la de las sospechas parece que se achantó ante mi reacción, a la que sin duda debía estar acostumbrada en su ambiente. Al final me registraron “a partir de cero”, y al punto acudió muy amable una señora de edad indefinida y el pelo a lo garçon, con el aspecto inequívoco de haber sido o ser monja, y de haber tenido que ver con aquello de la Sección Femenina. Se portó muy bien conmigo al vacunarme, por ejemplo al decir yo: “¡Y ahora a desnudarme!”, ella se echó unas risas de buena gana, y repuso: “¡Hombre, no, que ya no estamos para esas cosas!”, a lo que respondí que yo tampoco. Después de la inyección, aliviado del estrés de todas estas aventuras y de toda la incertidumbre pasada, no pude por menos de exclamar: “¡Qué alegría, ya estoy vacunado!”. Y ella, a guisa de cordial despedida, me dijo: “¡No!, no estás vacunado, te queda la segunda dosis. Eso sí, este es el primer paso”. Me fui de allí contento, pero preocupado: ¡sabe Dios por lo que tendré que pasar para que me pongan la segunda dosis!