El pasado 5 de Diciembre, sábado, a eso de las 23:30 de la noche, me iba sintiendo cada vez peor, con los denominados «síntomas compatibles con la COVID-19». Siguiendo lo que creía el protocolo para el caso, llamé al número dispuesto al efecto por la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid. Una mujer joven de cálido acento latinoamericano me requirió una buena cantidad de datos, tanto personales como relativos a mis malestares orgánicos de aquel momento, supongo bien que para rellenar no sé qué informe modelo estándar. Terminó preguntándome si tenía dificultades para respirar, y como por fortuna no las tenía, la cosa se quedó en la tajante instrucción de que no saliera de mi casa, que permaneciera a ser posible bien recluido en una habitación, y meditando en la responsabilidad infinita del posible contagiador a lo peor asintomático. Hasta que me llamaran de la Sanidad madrileña, me comunicó, para decirme dónde y cuándo iban a hacerme el test de antígenos tan necesario como por ello obligatorio. Pero ya que mi instinto me estaba avisando, como suele hacer siempre que me van a dar gato por liebre, pregunté antes de colgar cuándo preveía ella que me tocaría la prueba, a lo que me contestó que no era posible decirlo en aquel momento con certeza, pero que yo, como ciudadano madrileño, podía estar tranquilo porque sería tan pronto como fuera posible. Puedo decir que hoy, a las 15:36 h. del día 3 de Enero del año siguiente a esta conversación que menciono, todavía estoy esperando la llamada preceptiva de la Comunidad Autónoma de Madrid para citarme para la prueba de marras. Y si no me he enfadado es porque muchos me han contado que con todos hacen lo mismo, de manera que no se trata de nada personal, menos mal. Contratan por cuatro euros a gente con necesidad para contestar toda la noche al teléfono rellenando datos que luego nadie va a consultar para nada.
Aquí en Madrid ya se sabe que ante la pandemia cada uno ha de salvarse a sí mismo, buscándose la vida como pueda o como Dios le dé a entender. Porque no es una Autonomía para viejos, sin duda, ahí está lo ocurrido en las residencias cuando no permitían llevarlos al hospital estando en las últimas. Muchas muertes aquellas, que no tendrán consecuencias penales, dicen algunos que por causa de tantos jueces del Opus y/o franquistas, en cualquier caso de la misma banda de los que aquí mandan, aunque no sé si creérmelo. Por ejemplo yo, a mis sesenta y tres años, como no tengo más remedio que ir a trabajar en el transporte público, me habría hecho ya casi del todo a la odisea cotidiana de ir sorteando en el Metro a los que van cantando sin mascarilla y a pleno pulmón para sacarse unos céntimos, y a los que de repente te tosen encima sin asomo de consideración, o a los que comen su bocata con la boca de par en par al lado de tu cara. He sido todo un héroe de la paciencia, igual que lo era Ulises, soportando las averías de los trenes que te dejan tirado media hora en un túnel entre dos estaciones, con el vapor caliente de la respiración animal de tanta gente que se aplasta contra tu propia respiración animal. No sé si pude fiarme al final de aquel consejero de la Comunidad que cargaba airado contra los indeseables que sugieren que el Metro de Madrid no es absolutamente seguro contra el contagio del corona. Cuando sí que lo es, según él, y absolutamente, si se guarda la debida distancia, con la mascarilla bien calada, y ese gel hidroalcohólico salvador que, oiga, lo regalan, pusieron hasta doscientos expendedores en toda la red, para que luego digan, y hasta vinieron los medios aquel día. Ahora que, en cuanto a la orden de guardar la distancia de seguridad en el Metro de Madrid, que venga Dios, o Groucho Marx, y lo vean.
Ya se sabe cómo funciona, cuando no queda otra, lo de la solidaridad entre los que estamos tan achuchados, mi mujer me presentó a su médico y el buen hombre supo hacerme un hueco en enfermería para que me practicaran lo de los antígenos, apuntándome en una casilla que tienen destinada a los «transeúntes», lo que me hizo mucha gracia. Antes lo había intentado en un hospital privado muy moderno donde anuncian cosas de milagrosería estética de rostro y caracteres sexuales secundarios, pero no hubo manera porque allí ni te cogen nunca el teléfono ni te contestan emails. En fin, al final, como di negativo me puse muy contento, y por si eso fuera poco ahora estoy unos días de vacaciones, descansando, apartado del trago del transporte público madrileño. Aunque dicen de él nuestras autoridades lo mismo que dicen de las aulas para la docencia, que se está más seguro en el vagón atestado, o dando clase a niños innúmeros seis horas al día, que en la calle paseando al aire libre, y me imagino que con esto que dicen no nos quieren hacer pasar por tontos.
Pero la verdad es que sí estoy preocupado con lo de las vacunas que vienen. Porque parece que hay que esperar a que le llamen a uno. Y no te dicen quién te tiene que llamar ni cuándo. Así que cuando veas que la CAM nunca te llama no vas a saber a quién preguntar ni a quien quejarte. Entre medias igual te mueres, está claro, sobre todo con lo de la variante británica. Yo estoy seguro de que a mí por lo menos de la CAM jamás de los jamases me llamarán. Va a ser raro que te llamen de la CAM para vacunarte porque todos sabemos que para que aquí se haga algo tiene que haber beneficio de por medio, el legítimo lucro de sus teóricos, bien monetario bien electoral. Si la vacuna se tendrá que poner gratis entonces no les va a interesar a estos un comino, porque no solo no van a ganar sino que encima tendrán que poner dinero para transporte o distribución. Así que nada, cada vez me queda más claro que la única solución es rezar e ir a misa, como bien nos aconsejaba la misma presidenta madrileña. Que Dios la tenga en su gloria.
Pues así es…no puede estar mejor explicado. Menos mal que las Iglesias están abiertas y podemos ir allí a buscar consuelo,