Pasados los sesenta se comienza a notar, de vez en cuando, la legendaria debilidad de la vejez que paulatinamente irá cercándole a uno, cada vez más estrechamente en cada vez más facetas de su vida, es un suponer. Pero por el momento y en mi caso, la noto, a veces, a esa astenia, no tanto en algún desvencijamiento más o menos físico, como algún achaque de las piernas, Dios sea loado, sino en que mi capacidad para sufrir las idioteces y las insensateces del prójimo se va aproximando a cero absoluto. Las que dijo alguien que se pueden encontrar incluso en premios Nobel, y no digamos en políticos majaderos. Solo me sucede en contadas ocasiones, pero ya empiezo a notar la famosa debilidad de la edad invernal, sobre todo cuando detecto a un imbécil abordándome para contarme una imbecilidad de las suyas, y así darme un sablazo de mi preciso tiempo, del que me queda. Porque entonces pienso que voy a caer de repente fulminado sobre el pavimento, o que me hundo en el más negro abatimiento. Y se tarda en recuperarse del ataque. El idiota nos mata mucho más que el malvado. Incluso llega a ocurrir que nos imaginamos rompiéndole la crisma a la estupidez del mundo, una pura neurosis imposible.
DEBILIDAD
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