En ocasiones anteriores ya daba Zaratustra por hecho que la “melancolía” (en el original: Schwermut, tristeza sombría, estado de ánimo caracterizado por una opresión o una depresión negra que haría imposible toda ligereza, todo baile del espíritu) es normal que le asalte a uno al atardecer, o a la caída de la tarde, en la hora del crepúsculo. Para hacer contrapeso ya tenemos nuestra alegría orgullosa de las mañanas (¡observación que habría llevado a una psicóloga de esas a diagnosticar a Nietzsche como bipolar!, todos somos bipolares menos ella). Pues bien, una vez que Zaratustra sale de su caverna con su águila y su serpiente para respirar aire puro, ya que le da la impresión de que los hombres superiores no huelen bien, asistimos a la notable disputa entre el viejo mago y el concienzudo del espíritu. Da comienzo la tal cuando aquel entona, precisamente, La canción de la melancolía. Descubriremos con facilidad que la oposición entre estas dos figuras de hombre superior acontece en el punto dramático de la cuestión de la verdad. Y como resulta que este canto, integrado también en los Ditirambos de Dionisos, es el canto de la negra tristeza, es de suponer que las palabras del viejo mago son palabras depresivas que hacen el efecto de deprimir a los que las escuchan y son seducidos por su belleza. Porque, en efecto, la tristeza, aun la más negra, podría ser muchas veces bella, tiernamente bella.
Tenemos que suponer para dar cuenta de esto que los hombres superiores reunidos en la cueva de Zaratustra se tienen a sí mismos por luchadores de la verdad, o sea, por filósofos. Y es que solo así es explicable que la canción del mago sea una canción depresiva y deprimente. El núcleo de La canción de la melancolía, solo en este sentido que queremos adoptar, es que esos que se toman a sí mismos por luchadores de la verdad, y en eso encuentran motivo de orgullo y también sentido para su existencia, no serían más que poetas y locos. Ya habíamos oído de labios de Zaratustra que lo peor de los poetas no es tanto que mienten, porque al fin y al cabo ese sería su oficio, sino que mienten demasiado. Mienten demasiado porque incluso se atreven, como aquí el autor de La canción de la melancolía, a hacer un drama de la cuestión de la verdad. Esto es, a fingir que les duele en el alma su incapacidad para no mentir, cuando en su habilidad para hacerlo encuentran todo el poder de seducción que les es propio y que no querrían cambiar por nada. En fin, los hombres superiores descubren de repente su lado más teatral: no aspiran a la verdad porque son poetas tan solo. Es decir, locos que disfrutan de sus locuras, hombres que viven a gusto tomando en serio sus propias ilusiones y que por eso nunca pretenden de verdad romperlas para salir de ellas. Tras el asesinato de Dios lo que viene a caracterizar a estos hombres superiores es su casi imposibilidad de prescindir de sus ilusiones. Como locos que son, como poetas, están condenados a vivir desterrados de todas las verdades. El problema es que esto les tendría que dar exactamente igual, pero la mendacidad extrema del viejo mago pretende hacernos creer que su impotencia para dejar de fingir le preocupa o incluso le hunde en una negra tristeza.
Por el contrario, el concienzudo del espíritu representaría esa versión del hombre superior para el que el asesinato de Dios equivale a la salida de la cárcel entendida como salida al camino de la verdad, al método. A la verdad, en suma, como logro cognitivo que va a permitir la definitiva emancipación del ser humano, cumpliendo así la promesa del árbol del conocimiento: librarnos por fin del miedo que habría dominado absolutamente la historia de todas las culturas planetarias. Porque la Historia del hombre ha sido la Historia del miedo, Historia que felizmente habría llegado a su fin con el método científico o la muerte de Dios. La tarea sobrehumana que nos queda es hacernos a una vida sin ilusión, en la realidad pura y dura.
Esta es la disputa entre el viejo mago y el concienzudo del espíritu. Pero lo verdaderamente decisivo es lo que dice Zaratustra ahora para resolverla, en caso de que la tal sea resoluble. Va a arrancar poniendo cabeza abajo la verdad del concienzudo del espíritu: exponiendo una idea de ciencia no basada en el miedo y en la humana necesidad de seguridad, como hasta ahora, sino una ciencia nueva que encontraría su complacencia en la apertura de nuevas zonas de incertidumbre hacia donde encaminar nuestra sed de aventura, esa sed de aventura que sería constitutiva, más que el miedo, del ser humano («el valor me parece ser toda la prehistoria del hombre»). Ahora bien, esta toma de posición final por parte de Zaratustra, en principio en contra de la tesis sobre la ciencia mantenida por el concienzudo del espíritu, no estaría en absoluto orientada a apoyar la idea melancólica del viejo mago. Y es que el viejo mago es el auténtico enemigo de Zaratustra, no el concienzudo del espíritu. La posición finalmente afirmada por Zaratustra, que encontrará adhesión unánime y entusiasta en todos los hombres superiores, que a una se echan a gritar y a dar una gran carcajada, es la que va resueltamente por encima de la oposición poeta/filósofo, ilusión/verdad. La ciencia alegre del nuevo filósofo, del filósofo del futuro, amará sus verdades, por supuesto, pero de un modo nada dogmático, sino riendo, riéndolas.