La represión necesaria

Se observa una alarmante inestabilidad semántica en el uso del peyorativo “fascista”, y ya se sabe que la irresponsabilidad lingüística lleva a la confusión, y la confusión a la injusticia. Se justificaban los alegres nacionalistas que fueron a amenazar de muerte el otro día a la familia del juez Llarena diciendo que este era un “fascista”. Eso sí, la amenaza fue muy risueña, en una reivindicación totalmente festiva, con chocolate y churros, café y ron, muy típico lo de apuñalarte con la mejor de las sonrisas. Pero qué digo, no quiero caer en la trampa de tomar a los indepes por representantes de toda Catalunya, que desde luego no lo son.

Un fascista es sencillamente un nacionalista sin la debida represión. Porque la salud de toda democracia, que es a fin de cuentas la salud de la humanidad, exige reprimir al nacionalista sin contemplación ninguna. El fascista es sencillamente un nacionalista que llega al poder, un nacionalista mandando. Por eso hay que ponerle en su sitio desde el principio, preventivamente, para que no mande, porque con el nacionalista no cabe arreglo político si tiene poder; porque todo nacionalista se construye a sí mismo, inexorablemente, negando la humanidad del otro, del no nacionalista. Y esto no tiene vuelta de hoja, como enseñan la historia y la psicología. La Gran Guerra, la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial…igual no se hubieran dado si se hubiese reprimido adecuadamente, sin contemplaciones, a los elementos nacionalistas. Y ahora nuestra democracia corre un gran peligro, los puchdemones y los tejeros son esencialmente lo mismo, como todo el mundo sabe. El que siga pensando que los puchdemones son otra cosa mucho más tierna que los tejeros porque no ametrallaron el Parlamento solo tiene que esperar a que dispongan de ametralladoras para decidirse a entrar en Valencia y Baleares.

Es natural que de vez en cuando nos asalte, tentador, el pensamiento de lo magnífico que sería dejar hacer hasta el final a los independentistas del catalanismo: ¡se irían con la música a otra parte! ¡Quitárnoslos de encima, qué felicidad! ¡Dejar de oírlos no tendría precio! Pero si nos dejamos tentar, y decimos esto, responderán con el reproche de la catalanofobia. A riesgo de que ganen con ello, nos gustaría poder decirles, entonces, que bien a pulso se la habrían ganado: ¿qué esperaban? Pero hay que vencer la tentación porque hay muchos catalanes no independentistas que serían purgados o masacrados incluso, andando el tiempo, por los nacionalistas en el poder. Por supuesto que no les podemos dar la espalda.

Ni qué decir tiene que el inmenso peligro del nacionalismo viene sobre todo de que es muy humano, porque representa una magnífica solución al eterno problema de la vida humana desde el momento en que lo que sobresale en todo nacionalista es su miedo y su cobardía. Quien haya experimentado la muerte de Dios sabe que los humanos estamos esencialmente solos, y que ninguno de nosotros va a llegar arriba de los cien años. Estamos solos, en lo fundamental, y nos vamos muriendo todos los días: como darse cuenta de esto es mucho más de lo que tantos pueden soportar, el nacionalismo tiene éxito porque les proporciona una solución redonda, la mejor junto con la religiosa. Ni estoy solo ni me voy a morir, se dice el nacionalista, si me sumerjo en la baba del útero de la Madre Patria. Además, así sabré a quién tengo que querer y a quién odiar, así ya no tendré que pensar y que decidir por mi cuenta y riesgo, porque habré dimitido de mi condición individual, y del peso de mi responsabilidad, para integrarme en el magma de los alegres fanáticos descerebrados que entonan el himno que sea. Dice el nacionalista que quien olvida sus raíces pierde su identidad, y con eso pretende asimilarnos a su autoengaño sugiriéndonos que los humanos tendríamos identidad, o que habría un modo de no perderla, cuando en absoluto la tenemos (eso ni lo arreglaba Dios ni mucho menos ahora la Madre Patria). Como se sabe, como mucho se podría decir que somos hijos de nuestras obras y de nuestros decires, pero el nacionalista, como individuo, ni dice ni hace nada que sea distinto a lo que dice y hace la masa de borregos nacionalistas. Obtiene una falsa identidad al renunciar a la única identidad, parcial, que es posible.

Cuando hace ya muchos años la televisión española le hizo una entrevista a Lluís Llach, este reconoció que era nacionalista catalán, pero en seguida pretendió quitarle hierro al asunto, y hacerse simpático al modo típico, con esa maldad de raquítico tan típica del niño de colegio de curas tal vez pederastas, alegando que para él el nacionalismo no era eso de las naciones y las banderas, qué va, qué va, faltaría más, sino la reivindicación de que el individuo solo puede ser libre en el seno de un pueblo libre. Nos estaba engañando a todos y se estaba engañando a sí mismo el cantante catalán, porque el nacionalismo supone dimitir como individuos, es justamente eso que Llach negaba con la mayor desfachatez, o sea, nuestra disolución en las naciones y las banderas. El que fuera mejor músico del país y un buen poeta ya tenía su enfermedad, entonces, bastante avanzada.

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