Cataluña

Todo el día pensando en Cataluña como si no hubiera nada más entre el cielo y la tierra, estoy hasta las narices. Y además tampoco es para tanto, yo me tuve que pasar dos años en Terrassa por causa de un error administrativo, y solo oía hablar de fútbol y de lo caro que está todo. También me intentaron catequizar los nacionalistas, por supuesto, tras haberse asegurado de que yo no era de Madrid (me preguntaban siete u ocho veces diarias que de dónde era yo). Uno que se fingió amigo mío, entre viaje y viaje a Andorra en busca de gangas, me regalaba discos de Llach, que a mí me gustaban mucho, y alguna que otra gramática catalana. Me mandaron además a un congreso sobre la organización catalana de la enseñanza media y allí fue donde se me pusieron los pelos de punta al oír disertar a cretinos de las juventudes nacionalistas acerca de la figura egregia de Jordi Pujol, que era el hombre íntegro y el modelo ético al que querían parecerse todos ellos, los muy trepas. En fin, y también tuve que esquivar a un pobre desgraciado del Opus Dei que me confundió con un marginado al que había que acoger en el seno nutricio de la madre iglesia. Acabó diciéndome, muy decepcionado, que a la gente como yo había que ahorcarla, y no estaba bromeando.
En fin, un país agradable. Pero menos mal que también conocí a gente digamos normal, recuerdo con cariño sobre todo a un alumno, Carlos Aguilar, y al bedel Aresenio, que era de Lugo. Los normales, o sea, los que no estaban corrompidos por el fanatismo religioso, sea la Idea de Nación sea la Idea del Dios que todo lo ve y lo juzga.

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