Siempre me asombró la mala leche profunda con que reacciona el «buenista» al empleo de este feo calificativo peyorativo, con lo que se le ve el plumero meridianamente. El problema del buenista no es que nos resulten desagradables los bobalicones que viven de serlo, el problema del buenista es que se reserva el derecho de juzgar moralmente a todo bicho viviente, habiéndose declarado de entrada esencialmente bueno a sí mismo, como la gestora del PSOE, que ni apuñala por la espalda ni nada. Por eso, quien no es buenista como él, y por eso no escribe en «El País», simplemente es malo, es muy malo, y sin duda vota a Trump o cosas incluso peores.
Ser buenista no es exactamente ser gilipollas sino más bien hacérselo, tener una profesión que da para todo. Se vive de la moralina, en la literatura o en la política o en el trato cotidiano. Es una profesión sin duda muy rentable, la de representar que se quiere a todos los desgraciados del mundo, hacer como si te preocupara todo muchísimo, apuntándote a la última ridiculez de la eterna moda moralista, como reivindicar el uso de tacones para síndromes de Down salidos del armario. Cuando en realidad seguro que te la bufa el asunto. Los profesores de ética convencen hoy a todos sus alumnos mostrando lo útil que es en la vida ser una buena persona. Mejor dicho, lo que vale para todo es parecer una buena persona, serlo de verdad es lo de menos.
De los cuatro pederastas que conocí a lo largo de mi vida, todos eran buenistas, puro amor al niño rebosaban los cuatro y por supuesto se dolían enormemente de todas las desgracias de la humanidad en general.
Parece que Lindo anhela salvar al mundo. A mí me parece que querer «salvar al mundo» está bien si eres hijo de Dios, si no es materia psiquiátrica o de simples listillos.
Elvira Lindo
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