De los cuatro a los seis años he de confesar que iba a diario a un colegio de monjas, más que nada porque «estudiaba» allí. De vez en cuando nos subían las hermanas al piso superior de la pedagógica institución para enseñarnos con orgullo la fila procesional de las niñas, como si fueran ángeles, nos decían, llevando todas el dedo índice sobre la boca bien cerrada. Era que las educaban en la virtud femenina del silencio sepulcral, mientras que a nosotros nos daban ya de entrada como propiedad del diablo, a lo mejor previendo la preadolescencia.
Por supuesto que estaban completamente locas todas ellas, era como si no existiesen, la virtud de la humildad: un vacío, estaban en otra cosa, y en eso pienso con tristeza cuando las feministas exclaman al pensarlo ¡pobres mujeres aquellas! Pero además de su extremo servilismo con la madre superiora, la virtud de la obediencia, recuerdo también detalles acreditativos de los refinamientos a los que podían llegar en su estremecedora crueldad con lo nimio y cotidiano. Sobre todo la madre superiora.
Monjas
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