Constata Nietzsche en el comienzo del tercer tratado de La Genealogía de la moral lo que él denomina «hecho fundamental de la voluntad humana»: el horror vacui. Esto es, todos preferiríamos querer la nada a no querer (la misma sentencia con la que se cerrará esta obra abismal).
Pero justamente lo que consigue el yogui es establecerse en ese vacío para vivir en él, llegando a superar el horror natural, es decir, habiéndose hecho capaz de no querer, y encontrando al final en ese no querer la dicha suprema. El horror al vacío no sería más que la presión biológica de la selección natural, así lo entiende Hulin, o bien la tremenda carga de la cultura moderna, presión y carga de las que resultaría una auténtica fiesta liberarse, aunque solo sea de cuando en cuando.
Es lo que le pasaba a fin de cuentas al príncipe Myshkin, el célebre idiota de Dostoyevski que no por casualidad le habría servido al mismo Nietzsche para trazar el perfil psicológico del salvador. El príncipe de la novela, propiamente, en concreto, como querer no quería nada de nada. Igual que otro idiota famoso, el que pintara Velázquez y comentara maravillosamente María Zambrano.