Compasión no es amor

Los hay que llegan a decirle a alguien cualquiera «te quiero» cuando en realidad lo que le están diciendo es «¡qué pena me das!, majete».

Y para dar con la clave que da cuenta de esta chocante confusión lingüístico-sentimental, que es sin duda un trastorno, en vez de sumergirse en supuestas sinuosidades de la infancia psicoanalítica del hablante (papá y mamá y yo, o el infancito como rotulan algunos), la honestidad intelectual alternativa viene a exigir que nos remitamos a su educación católica, es decir, el mandato del amor a los desgraciaditos de la vida. (En el bien entendido de que esta posición de desagraciadito, a veces solo temporal, la puede ocupar cualquiera de nosotros).

Cuando se nos abre o se nos muestra un desgraciado, automáticamente «se le ama», simplemente porque según esa aberrante educación sentimental se le tiene que amar. Paralelamente, entonces, al que es afortunado o se le envidia o se le odia o casi siempre las dos cosas. Pura demencia asimismo, pero por supuesto no necesariamente edípica.

Lo sano en este terreno resultaría decididamente antipático, hasta el punto de que te pueden abofetear. Cuando se te abre el desgraciado, por supuesto muchas veces estratégicamente, se trataría de responderle: «Hay que venir llorado de casa», o incluso: «¡No me cuentes tu vida que es muy triste!». Como decía el refrán, que cada palo aguante su vela.
(Aunque nos puede llevar a ayudarle efectivamente, a menudo la compasión es una falta de respeto para el compadecido, una intromisión en su intimidad, y lo peor es que duplicaría el sufrimiento humano. ¿No es humillar a alguien hasta el extremo decirle sinceramente que te da pena?).

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