Violencia en el Metro de Madrid

El otro día tuve que hacer un trayecto más bien largo en Metro, menos mal que pude sentarme nada más entrar.
Iniciado el viaje, de repente, desde el vagón de la izquierda, comenzaron a oírse gritos estentóreos muy desagradables. Al cabo de un rato me di cuenta de que, extrañamente, no se trataba esta vez de nadie pidiendo para comer sino de algo muy distinto, que entonces despertó mi curiosidad. Pero en seguida pude ver, porque avanzaba hacia el lugar en el que me encontraba yo, a una mujer de raza negra con un pelazo enorme como cardado y de mucho más de metro ochenta, muy corpulenta y aparatosa.
Que Dios no tenía culpa de nada, ni del hambre que se estaba pasando, ni de las horribles enfermedades que nos azotaban, ni de la crisis catastrófica que a todos nos alcanzaba, ¡ni tampoco del terremoto de Ossa de Montiel!
Sino que éramos nosotros los humanos los culpables, nuestros pecados nefandos absolutamente intolerables. Y España sí que estaba cristianizada, pero no evangelizada. Venía el fin del mundo, todos los detalles estaban señalados en el libro sagrado. ¡Jahvé Señor de los Ejércitos! ¡Sólo Jesús de Nazaret podía salvarnos!. Y lo que teníamos que hacer era arrepentirnos, todavía estábamos a tiempo antes de que viniera Cristo, porque esta vez sí que era inminente su llegada, lo que daba mucha impresión porque llevábamos más de dos mil años esperándolo en vano. Si no nos arrepentíamos ipso facto la gigantesca negra nos anunciaba a gritos destemplados que nos retorceríamos en el infierno con el crepitar de las llamas para toda la eternidad. Lo decía en un frenesí, en un acceso de emoción incontenible como si en el fondo se alegrara infinito de ir ella a poder contemplarnos desde la gloria a nosotros ardiendo en el infierno. Salpicaba sus horribles amenazas con latigazos del libro del Apocalipsis, como es natural.
Pude ver que entre los pasajeros se empezaba a instalar una pesada atmósfera de manicomio. En los gestos de profundo malestar de los que me rodeaban sentados y de pie se podía observar el gran esfuerzo que hacían para no responder a la violencia inaudita de la negra con naturales medidas de autodefensa, meramente verbal o incluso de la no verbal. Pero sin duda les disuadía el tamaño asimismo desmesurado de los otros dos personajes masculinos de la misma raza que nos iban repartiendo, mientras su compañera seguía gritando como ajena a todo, unas estampitas con una gran cruz negra de tinta brillante que se asemejaban a los recordatorios de tan mal agüero que algunos deudos reparten en el entierro de sus seres queridos. Sí, se había instalado una atmósfera de manicomio entre los que no se decidían a bajarse en una parada cualquiera aunque no fuese la suya (y es que aquel espectáculo de terror duraba ya demasiado). Incluso yo mismo, de natural equilibrado, mantenía el control a muy duras penas y en determinado momento estuve a punto de arrancarme a cantar a grandes voces, delante de la negra que ahora tenía enfrente, «que se mueran los feos, que se mueran los feos, que no quede ninguno, ninguno de feos». Como empecé a temerme lo peor, quizás la atrocidad de una cascada de blasfemias iba a provocar una trifulca sangrienta con víctimas físicas, me tapé los oídos con toda la presión de que fui capaz, pero en vano porque seguía oyendo a la mujer vociferando que íbamos todos a morir en pecado. Al final no pude hacer otra cosa que levantarme muy nervioso dispuesto a largarme a toda prisa y recorrer todos los coches que hiciera falta hasta que dejase de oír aquello. Pero cuando hice ademán de salir casi corriendo, la negra se me puso delante y me gritó, como si no reparara especialmente en mí por mi evidente falta de importancia ante la magnitud de su tarea redentora: «¡Todavía estás vivo! ¡Todavía estás vivo! ¡Arrepiéntete!»
Mientras conseguía zafarme de su colosal presencia no dejé de pensar en lo mucho que me arrepiento de no haberme sacado el carné de conducir hace muchos años, a su debido tiempo.

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