El Confesionario

Una católica americana:
«qué felicidad me quedaba
cuando me confesaba».

Si se va la fe,
tampoco es para tanto,
si no queda nostalgia
del confesionario.

Allí que iba uno, atolondrado,
a desaguar el alma en la oreja
de una sombra siniestra
con escapulario.

Era pasmoso, asombroso,
y no podías salir de ese asombro:
Decir el mal, solo posible
cuando te dicen qué es y no es
lo que se llama «malo»,
decir el mal porque te han dicho que es malo.
¿No es por eso que estaríamos ahora todos tan de acuerdo?
Decir el mismo mal que todos llaman «malo».

(Si no te lo dicen, ¿la más remota idea?).
¡Esa insensata creencia negra,
de que se tiene la culpa de algo!

La violencia traducida
del verdugo a su víctima,
se puede prolongar en la necesidad
de confesarse sin fe,
de confesarse al primero que pasa.
(Esto dicen que le pasaba a Wittgenstein).

Así que la solución puede ser
contarle cada tanto tus crímenes al prójimo,
con contrición
acercarte al conductor del autobús,
para decirle de las masturbationes
(desde que el mundo es mundo),
o que alguna vez fuiste comunista o del opus,
diferentes formas de blasfemar,
o que llegaste a desear que alguien no cumpliera, ni mucho menos, los noventa.

Y que el conductor te contestara exhibiendo a voz en grito
sus prendas íntimas más sucias,
blanqueos de dinero,
pecados típicos de conductor de autobús con la hacienda pública,
contagiando al pasaje las ganas de hablar cada cual de lo suyo.

Ganas incontenibles, liberarse de todo mal.
¡Estruendo infernal de cochinerías!
Y no es impensable el «¡quién lo pecara todo!»

Pero lo que daba sobre todo el confesionario,
era la inconcebible seguridad de que tus cuatro tonterías
conformaban un drama cósmico,
universal,
en el que se jugaba nada menos que la salvación de tu alma.

Hacernos interesantes en nuestra irremediable pequeñez.
Por lo menos, eso sí.

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