Mira todavía hoy Jordi Pujol como si habitase allá en lo más alto, en lo inmarcesible, como habituado desde niño a lo excelso, mira más bien al vacío pero al mismo tiempo a todos a los ojos, con esa mirada suya de gran señor que a tantísimos se les habría antojado siempre carismática, irrebatible. Cuando viví en Cataluña hace ya muchos años, de verdad que me impresionaron las palabras de un joven no se sabía bien si gilipollas o enfermo de la cabeza, que arengaba a sus correligionarios de las juventudes ésas que medran en todos los partidos de Dios lamiéndoles a los que mandan, con la pregunta no retórica de qué tenía que hacer un joven como ellos para llegar a lo máximo en la vida; y lo máximo en la vida era nada menos que «ser como Pujol», así dicho como suena, y había que entender que lo máximo abrazaba el mundo entero, lo material y lo espiritual.
Hay en la mirada de ese líder eterno destellos de saberlo todo, de convivir con la divinidad, de familiaridad con el Olimpo del dinero y de la ética al mismo tiempo. Lo que había, ¡y aún hay!, en la mirada de Pujol, incluso en la de los Pujol, que se deben haber contagiado por el roce o la educación, o si no será su ralea génica, es justamente el tan singular maridaje de la ética y el dinero. Siempre fue ese su enigma, y a la vez la clave de su poder indiscutible:la mera presencia de Jordi Pujol, su mirada pío-pesetera, sacramentaba la coyunda del dinero y la ética. Hasta el punto de que el único indicador que nos quedaría de lo que significa ser un hijoputa de cuidado, asumido desde la fascinación de la mirada pujolesca, es que serlo es lo mismo que ser pobre. Y no otra cosa.
Y como Jordi Pujol y los Pujoles en general están forrados hasta los tuétanos, entonces sería asimismo indiscutible que son buena gente, burgueses perfectos, no la humanidad hecha hormiga de los votantes sino el ser humano devenido cerdito, hucha. Es eso lo que nos dicen todos los pujoles con sus ojillos de algodón, y lo que muestra su comportamiento. Y deben tener razón, sin duda, pues los valores morales son en cualquier caso relativos a la sociología, y la sociología que dicta el aspecto que asume lo real desde la mirada de Jordi Pujol y los pujoles es que el burgués perfecto representa la cumbre de la perfección humana y la consumación de los tiempos. O sea, tiene dinero para gastarlo a espuertas, o para ahorrarlo indefinidamente hasta su asunción en el cielo. Por eso Jordi Pujol está ahora mismo como si nada, tan tranquilo, cuando todos sabemos lo suyo y lo de su familia, y ellos saben muy bien que todos lo sabemos.
Porque la ética pujolesca desmiente nuestro asco de ignorantes, con su superior sabiduría del que sabe que dinero y bien son lo mismo, sin resto o residuo alguno. A eso se refería Jordi Pujol cuando subrayaba, en su fundación por la promoción de los valores morales en la vida pública, que nunca debía el político olvidar su condición de servidor del bien común. O sea, del dinero común a los pujoles.
Pero nos enseña también la sociología, en este caso la histórica, que en alguno de sus sentidos los usos sociales pretéritos siempre han tenido una función que cumplir. Por ejemplo, en otras épocas siempre le quedaba al fariseo descubierto la salida del suicidio para mantener el honor. Hoy. en cambio, el valor de la vida prevalece sobre el de la honorabilidad, con lo que algunos han caído más bajo que la mafia japonesa.