Cultura santurrona

El catecismo de lo políticamente correcto, cualquiera de ellos, está claro que es el final del pensar, y entonces el final de toda cultura. Pero en esto en verdad no hay nada nuevo, porque la mendacidad moral o la santurronería ha sido siempre el final del pensar. Ya los capitostes del franquismo admitieron in extremis a las Facultades de Filosofía porque les habían asignado a ellas el papel de formar buenos muchachos, el papel de enseñar a gente buena que enseñara a los demás a ser buenos. Al mismo tiempo los movimientos comunistas nos venían con aquello de que la Filosofía no era sino la vertiente teórica de la lucha de clases: ser bueno una vez más, pero ahora en el sentido de ser realmente bueno, o concienciado, o responsable, o solidario. En general, los diversos catecismos de lo políticamente correcto siempre les habrían venido muy bien a todos los impotentes en lo creativo. En primer lugar y sobre todo porque les exime a todos ellos de una tarea para la que no están preparados ni por la naturaleza ni por su formación, la tarea del pensar, en relación con la que son precisamente impotentes. Pero eso sí, les bastará con ir por ahí hablando y escribiendo como feminista, homosexual, comunista, altruista, antifascista, solidario, o lo que quiera que sea que forme parte de lo estimable colectivo de turno, para ser considerados animales pensantes de la máxima dignidad imaginable. No decimos que nada de eso sea apreciable, que sin duda hay muchas cosas que sí lo son. No decimos tampoco que todos los catecismos sean iguales, porque muchos favorecen la libertad humana en mayor medida que otros, y hay muchos que son menos tontos que otros, comparemos a María Zambrano con Pilar Primo de Rivera. Hoy en día también los psicólogos se apresuran a decirnos cómo tenemos que ser los hombres, con su mezcla de ciencia y creencia y revista del corazón, los psicólogos en su papel de pastores del rebaño en el tardocapitalismo (está claro que coinciden sin embargo con la línea dominante: es malo, ya se sabe, quien no tenga empatía, pero no nos preocupamos porque del mal se puede salir, si se acude al psicólogo).
Podríamos preguntar sin embargo que, si uno es todas estas cosas citadas, o sea, si uno alardea constantemente de ser una buena persona, entonces qué le queda por hacer, qué le queda por pensar. Si uno es una buena persona y se dedica a representarse ante los demás como buena persona, dejando aparte que esto es contradictorio en sí mismo porque una buena persona de verdad no puede nunca alardear de serlo, decimos que si uno lo que hace es alardear de ello y pretender dejar constancia de ello de la mañana a la noche, entonces uno ya no tiene nada que hacer, no tiene que esforzarse en nada más porque ya se habría ganado el cielo, el voto, el contrato, la consideración del grupo. Ya se ha puesto en valor a sí mismo como en facebook, de modo que ahora a dormir a pierna suelta. A partir de ahora ya puede, en segundo lugar, ocuparse en su verdadera vocación, a saber, manejar el arma del moralismo en el eterno combate del medro personal, es decir, en calidad de policía de lo políticamente correcto. Denunciando a diestro y siniestro, este es machista, este racista, este egoísta, este antipatriota, este fascista, este anticristiano, o sea, este antisolidario, antisocial…
Así, si se le enfrenta alguien a quien considera un enemigo simplemente porque aspira a lo mismo que ella, o porque tiene una disputa con ella, cualquier mujer puede ir por ahí acusando a un hombre de ser un misógino, ocultándonos adrede la posibilidad perfectamente lógica de que ese hombre la odie en concreto a ella, como mucho, por ejemplo por razón de sus turbios manejos y su malevolencia hacia él (también hay mujeres así, perdónenme, me lo sigue pareciendo), pero no odie en absoluto, sino todo lo contrario, al resto de las mujeres o a “la mujer”.

La fe dionisíaca

«Obtener una altura de miras y una perspectiva de pájaro allí donde se comprende que todo va realmente como debería ir: que toda especie de ‘imperfección’ y el sufrimiento que conlleva forman parte de la SUPREMA DESEABILIDAD…» (Nietzsche, FP-1888, 11 [30], p. 375)

Los que no son capaces de esa «altura de miras» simplemente no pueden comprender los escritos de Nietzsche, y por eso lo malentienden por necesidad, y así dicen las cosas que dicen de él, desde Lukács a Losurdo, o sobre todo, hoy, algunos impotentes de los suplementos culturales y las redes sociales.

Chiste filosófico

Marvin Minsky a Pamela McCorduck: «¿Te he dicho alguna vez esta frase de Auden?: “Nosotros estamos en la tierra para ayudar a los otros. Lo que no logro descubrir es para qué están los otros aquí”»

Eureka!

Sabiduría dionisíaca pescada en las redes sociales: “Qué extraño ser es el humano, pretende vivir sin que le duela”.

Nietzsche

Si me preguntaran de qué nos puede servir hoy la lectura de Nietzsche, aparte de para aprender a filosofar, yo diría, simplemente, que para mantenernos jóvenes, es decir, para seguir adelante sin reposar en el imbécil algoritmo del credo definitivo. Porque ya tenemos más de sesenta, no dejamos de agradecerle al filósofo alemán que todo lo que escribió lo escribió joven. Las ideas consolidadas son solo esclerosis cerebral, la que nos acecha desde los veinte años. Savater denunciaba este hecho, no hay que tomarse muy en serio a Nietzsche porque su escritura es la de un joven y nosotros ya no lo seríamos. Pero yo por mi parte nunca lo celebraré lo bastante.

Aznar = Torra

Un amigo mío americano es muy adicto al psicoanálisis, por supuesto al “ortodoxo” freudiano. Porque en USA, que es la tierra del pragmatismo, tienen sin duda un gran sentido de la realidad, como país de emigrantes que es han tenido que enfrentarse con toda la dureza de la vida: se supone que Trump ha sido cosa, más que nada, de las patologías mentales que en nuestros días circulan a raudales por las redes sociales. Y me comentaba el tal amigo americano que la política oculta la religión, y la religión problemas sexuales. En esa línea, a mí también me parece que todo credo político firme, toda “lealtad inquebrantable” que vaya más allá de hacer lo posible para que las cosas funcionen, no pasaría de ser algo así como las convulsiones verbales que les tenemos que aguantar a los que nunca se quedan a gusto. La verdad de todo nacionalismo es Torra, incluyendo por supuesto el de Aznar.

Dilema

Y si nacionalismo, fascismo; y si populismo, fascismo.

¿Nacionalismo o populismo?

Bye Bye

Si se puede, aunque no es fácil, es muy importante dejarse siempre abierta la posibilidad de escapar, simplemente escapar, de todos aquellos lugares y de todas aquellas personas en donde no podamos ser “buenos” (= como uno es, faltaba más), o en donde haya que estar a cada momento diciendo que no (eso te deja agotado), o en donde haya que estar a cada rato luchando (es de muy mal gusto eso de estar siempre luchando y además no hemos nacido para eso)

El pueblo español

Nos reconciliamos con el pueblo español cuando oímos a una andaluza gritarle «floja» a la reina. Hay en él, a veces, más gracia que en cualquier poeta y más sabiduría que en cualquier filósofo.

La represión necesaria

Se observa una alarmante inestabilidad semántica en el uso del peyorativo “fascista”, y ya se sabe que la irresponsabilidad lingüística lleva a la confusión, y la confusión a la injusticia. Se justificaban los alegres nacionalistas que fueron a amenazar de muerte el otro día a la familia del juez Llarena diciendo que este era un “fascista”. Eso sí, la amenaza fue muy risueña, en una reivindicación totalmente festiva, con chocolate y churros, café y ron, muy típico lo de apuñalarte con la mejor de las sonrisas. Pero qué digo, no quiero caer en la trampa de tomar a los indepes por representantes de toda Catalunya, que desde luego no lo son.

Un fascista es sencillamente un nacionalista sin la debida represión. Porque la salud de toda democracia, que es a fin de cuentas la salud de la humanidad, exige reprimir al nacionalista sin contemplación ninguna. El fascista es sencillamente un nacionalista que llega al poder, un nacionalista mandando. Por eso hay que ponerle en su sitio desde el principio, preventivamente, para que no mande, porque con el nacionalista no cabe arreglo político si tiene poder; porque todo nacionalista se construye a sí mismo, inexorablemente, negando la humanidad del otro, del no nacionalista. Y esto no tiene vuelta de hoja, como enseñan la historia y la psicología. La Gran Guerra, la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial…igual no se hubieran dado si se hubiese reprimido adecuadamente, sin contemplaciones, a los elementos nacionalistas. Y ahora nuestra democracia corre un gran peligro, los puchdemones y los tejeros son esencialmente lo mismo, como todo el mundo sabe. El que siga pensando que los puchdemones son otra cosa mucho más tierna que los tejeros porque no ametrallaron el Parlamento solo tiene que esperar a que dispongan de ametralladoras para decidirse a entrar en Valencia y Baleares.

Es natural que de vez en cuando nos asalte, tentador, el pensamiento de lo magnífico que sería dejar hacer hasta el final a los independentistas del catalanismo: ¡se irían con la música a otra parte! ¡Quitárnoslos de encima, qué felicidad! ¡Dejar de oírlos no tendría precio! Pero si nos dejamos tentar, y decimos esto, responderán con el reproche de la catalanofobia. A riesgo de que ganen con ello, nos gustaría poder decirles, entonces, que bien a pulso se la habrían ganado: ¿qué esperaban? Pero hay que vencer la tentación porque hay muchos catalanes no independentistas que serían purgados o masacrados incluso, andando el tiempo, por los nacionalistas en el poder. Por supuesto que no les podemos dar la espalda.

Ni qué decir tiene que el inmenso peligro del nacionalismo viene sobre todo de que es muy humano, porque representa una magnífica solución al eterno problema de la vida humana desde el momento en que lo que sobresale en todo nacionalista es su miedo y su cobardía. Quien haya experimentado la muerte de Dios sabe que los humanos estamos esencialmente solos, y que ninguno de nosotros va a llegar arriba de los cien años. Estamos solos, en lo fundamental, y nos vamos muriendo todos los días: como darse cuenta de esto es mucho más de lo que tantos pueden soportar, el nacionalismo tiene éxito porque les proporciona una solución redonda, la mejor junto con la religiosa. Ni estoy solo ni me voy a morir, se dice el nacionalista, si me sumerjo en la baba del útero de la Madre Patria. Además, así sabré a quién tengo que querer y a quién odiar, así ya no tendré que pensar y que decidir por mi cuenta y riesgo, porque habré dimitido de mi condición individual, y del peso de mi responsabilidad, para integrarme en el magma de los alegres fanáticos descerebrados que entonan el himno que sea. Dice el nacionalista que quien olvida sus raíces pierde su identidad, y con eso pretende asimilarnos a su autoengaño sugiriéndonos que los humanos tendríamos identidad, o que habría un modo de no perderla, cuando en absoluto la tenemos (eso ni lo arreglaba Dios ni mucho menos ahora la Madre Patria). Como se sabe, como mucho se podría decir que somos hijos de nuestras obras y de nuestros decires, pero el nacionalista, como individuo, ni dice ni hace nada que sea distinto a lo que dice y hace la masa de borregos nacionalistas. Obtiene una falsa identidad al renunciar a la única identidad, parcial, que es posible.

Cuando hace ya muchos años la televisión española le hizo una entrevista a Lluís Llach, este reconoció que era nacionalista catalán, pero en seguida pretendió quitarle hierro al asunto, y hacerse simpático al modo típico, con esa maldad de raquítico tan típica del niño de colegio de curas tal vez pederastas, alegando que para él el nacionalismo no era eso de las naciones y las banderas, qué va, qué va, faltaría más, sino la reivindicación de que el individuo solo puede ser libre en el seno de un pueblo libre. Nos estaba engañando a todos y se estaba engañando a sí mismo el cantante catalán, porque el nacionalismo supone dimitir como individuos, es justamente eso que Llach negaba con la mayor desfachatez, o sea, nuestra disolución en las naciones y las banderas. El que fuera mejor músico del país y un buen poeta ya tenía su enfermedad, entonces, bastante avanzada.