Tras escuchar la canción de las hijas del desierto se oyen ruido y risas entre los hombres superiores. Zaratustra duda, pero al final lo interpreta como su victoria: los hombres superiores se han curado en su caverna, gracias a su presencia y sus discursos. Ya han olvidado el grito de socorro. Habrían vencido finalmente al espíritu de la pesadez y son convalecientes que han ido aprendiendo a reír: han aprendido la risa de Zaraustra. Pero da la impresión de que a este no se le quita del todo su titubear al respecto, porque si parece que los hombres superiores por fin habrían aprendido a reír es sin embargo probable que la risa que han aprendido no sea exactamente la de Zaratustra, que ante todo consiste en una risa de sí mismo. De todos modos, esta victoria sobre el espíritu de la pesadez, que significa haber aprendido a reír, aunque sea al modo de los viejos (cada cual ríe a su modo), nos está indicando que los hombre superiores, gracias al aire que les ha traído Zaratustra y gracias sobre todo al alimento de sus palabras hacia ellos, ya han dejado de ser los hombres de la gran náusea.
Sin embargo, la falta de seguridad en esta interpretación del propio Zaratustra reaparece ante el silencio repentino que se hace en la cueva: esta se vuelve, en efecto, mortalmente silenciosa. Ya no hay más risas. Es entonces cuando Zaratustra se asoma para descubrir que sus hombres superiores estaban adorando al asno, rezándole como viejas crédulas. ¡Se habían vuelto piadosos de nuevo! Se habían vuelto locos, concluye Zaratustra, y llevado por el dolor de la incomprensión y del asombro se pone a interrogarlos, primero al papa jubilado (que estaría encantado porque al fin habría encontrado algo en la Tierra que todavía se puede adorar); después, al caminante y sombra (que afirma que Dios vive de nuevo porque lo habría vuelto a resucitar su otrora asesino, el más feo de los hombres); luego al viejo mago malvado (que reconoce su estupidez al adorar al burro); y al concienzudo del espíritu (quien le dice que bajo la forma de burro sí que le resulta Dios creíble, pues la lentitud y la estupidez siempre son necesarias a la sabiduría y al espíritu). Pero la clave de todo este episodio se halla en la respuesta que le va a dar a Zaratustra, cuando le interrogue por último a él, el más feo de los hombres, aquel que había matado a Dios para después, es decir, ahora, volverlo a resucitar (se trata entonces del Dios cristiano) en forma de burro. Por lo que le va a contestar a Zaratustra, llegaremos a saber que el más feo de los hombres se ha recuperado, adorando al asno, de todo el daño personal y los padecimientos que le habrían ocasionado a él su asesinato de Dios. Dios ha vuelto a resucitar, lo habría resucitado el más feo de los hombres, y por eso está radiante.
Pero hay que aguzar el oído. Porque lo que aquí se quiere manifestar es que hasta que ha llegado la adoración del asno no se habría matado a Dios realmente. Y es que si se pretende matar a Dios de verdad, desde lo profundo de uno mismo, solo se pueda hacer de una manera: por la risa (y antes no se había hecho así, sino por la ira). Matar por ira conlleva una muerte a medias tan solo, no es manera de matar. Solo por la risa se mata de verdad. Y la adoración del asno resulta ser la parodia festiva que logra matar de verdad a Dios, en una muerte de la que ya no le cabría resurrección. Adorar al asno significa hacer un Dios de aquel que solo sabe decir sí, algo en apariencia muy dionisíaco. Pero el sí del asno es el sí de la pura estupidez: “¡Qué oculta sabiduría es esta, tener orejas largas y decir solo sí y nunca no! ¿Acaso no creó el mundo a su imagen, esto es, tan estúpido como le fue posible?”
Como no podía ser de otra manera, Zaratustra termina tomándose a risa la ocurrencia de los hombres superiores de adorar al asno. Como una chiquillada de quien quiere entrar, siendo niño, en el “reino de los cielos” (pero para el reino de la Tierra que es el de Zaratustra se requieren adultos). De sus palabras se desprende que la adoración y la fiesta del asno ha sido cosa de importancia, una divina travesura que habría acabado con la edad infantil de los hombres que es la edad de los dioses. Solo después de la celebración del asno, ya que es sacrificial, los hombres superiores se habrían vuelto verdaderamente alegres, eliminando por fin al espíritu de la pesadez. Esta vez de verdad. Más que una recaída, la fiesta del burro ha sido la reparación del error más importante, no haber matado como es debido. O sea, riendo.