EL LIBRO II DE AURORA

AURORA. LIBRO II (Cátedra “Nietzsche” del Ateneo de Madrid, 25 de noviembre de 2020, 19-21 h.) (Réplica a Víctor Conejo).

        El libro Aurora tiene la intención de desmontar nuestros prejuicios morales, de carácter cultural, o sea, la cultura básicamente cristiana, aunque no solo cristiana. Nietzsche emprende desde este momento el trazado de una auténtica psicología moral de la cultura europea, de índole genealógica y, por lo mismo, intensamente crítica, que culminará, en su obra de madurez, en la propuesta de una transvaloración de todos los valores.

Esta psicología nietzscheana, ya desde sus comienzos, se instala en el plano afectivo (instintos, pasiones, afectos) puesto que es ahí donde se generarían las valoraciones, las tasaciones o apreciaciones del valor, solo desde las cuales se diseñan nuestras concepciones de la vida y del mundo, o de las relaciones sociales intra- y extra-psíquicas. La mente afectiva, o el cuerpo nietzscheano, constituye entonces, como esencialmente valorativo o interpretativo, el núcleo vivo de toda moral y de toda cultura históricas. En ese cuerpo se anudan lo psicológico y lo moral, en una consideración psicológico-cultural, crítica, que es la de la genealogía.

El topo que es el filósofo genealógico va horadando el suelo y el subsuelo de nuestra humanidad, hasta llegar a la última capa a la que podemos descender (MBM), que es la constituida por los Triebe, esos impulsos o pulsiones que serían anteriores, incluso, a los meros instintos. Lo primero que hay que especificar, entonces, es la naturaleza de esos impulsos que conforman la raíz última de lo humano (cultural). Son actividades, modos de actuar que se van a entender en este libro segundo desde el modelo más primitivo que es el de la asimilación de alimento. Necesitan los impulsos nutrirse de los sucesos que constantemente tienen lugar a nuestro alrededor. Pero ese comer que es propio de las pulsiones acontece como interpretación, como valoración consistente en el intento de adueñarse del sentido de lo que sucede. Nietzsche descubrirá que, en esa su valoración interpretativa de los sucesos del mundo, lo que de verdad se cumple es que los innumerables y diferentes impulsos ajustan o pretenden ajustar el sentido de eso que sucede en cada caso a las condiciones de su crecimiento de potencia (la unidad de todos los Triebe, se nos dirá más tarde con toda claridad, es justamente la voluntad de poder). El aumento de potencia se experimenta corporalmente, nada más y nada menos, como felicidad. Y al final de este libro segundo, el filósofo reconocerá que lo que va a pretender él, al criticar los valores morales dominantes, no es sino aumentar el poder de la humanidad, es decir, nuestra felicidad.

En segundo lugar (cfr. el crucial 119) va a descubrir Nietzsche que, en su valorarlo, las pulsiones ponen en el acontecimiento muchísimo más de lo que en él en sí mismo hay. Y es que las pulsiones fabulan, inventan, poetizan: son una verdadera dichtende Vernunft (nos acordamos en este punto de la razón poética de Zambrano). De manera que, si alguien, al modo metafísico tradicional que el mismo filósofo impugna y neutraliza con su empresa genealógica, quisiera hablar de una “esencia” de la vida, tendría que decir entonces que la tal es poetización o ficcionalización, la vida como fuerza afirmativa que pone las interpretaciones. La voluntad de poder, en suma, como fuerza cósmica incesante e inconscientemente creativa.

Pero además, ocurre que las pulsiones se relacionan entre sí, se valoran (moralmente) unas a otras. Es lo que sucede sobre todo con el trabajo cultural de las mismas, cuando por ejemplo unas veces se nos enseña a despreciar a una de ellas llamándola “cobardía”, al modo griego, o se nos enseña a ensalzarla denominándola “humildad”, a la manera cristiana (las pulsiones no tienen un estado de naturaleza, sino que nos las enseña el Estado, leeremos en un apunte). De esta interacción pulsional modulada cultural e históricamente surge y se desarrolla la conciencia humana, que es lenguaje. Las diversas culturas históricas proceden a podar las pulsiones como si fueran bonsáis, a unas las hartan de comida y a otras las dejan agonizar de hambre y de sed.

Con los referentes de Schopenhauer y, cómo no, del Cristianismo, se procederá a examinar críticamente en este Libro II el origen de la valoración fundamental en la época del filósofo, y sin duda en la nuestra: es bueno el autosacrificio, la abnegación, en definitiva, es bueno el que se entrega al cuidado del otro y se identifica con su sufrimiento, compasivamente. La compasión como valor fundamental y el yo como lo odioso en sí (Cioran, Zambrano…). A lo largo de su historia tan compleja, el movimiento cristiano habría alternado entre esta valoración, que es la que al final se impuso, o sea, la del amor al prójimo o al vecino, y aquella más primitiva en que solo una cosa es importante: la salvación eterna de uno mismo. Cuando la fe en los dogmas cristianos se debilitó a consecuencia de la ilustración y del consiguiente escepticismo ante todo lo increíble, entonces se desarrolló la valoración de la compasión y del autosacrificio como núcleo de ese movimiento político y cultural. Se trata de una valoración fundamental que habría colonizado todos los ámbitos de nuestra cultura, los seculares incluidos (por ejemplo, ese verdadero catecismo de la humanidad de Auguste Comte). Para todos nosotros, los más revolucionarios incluidos, y ellos aun exagerándolo, el mandato moral indiscutible es el del altruismo y la compasión: “vivir para el otro”.

Pero leemos aquí que la compasión es un término general que más que nada enmascara la realidad de unas pulsiones en ebullición que quieren cosas muy diferentes. Unas veces, esa palabra oculta un sentimiento de superioridad sobre el compadecido; otras, un remedio infalible contra el aburrimiento; en ocasiones, hasta una venganza contra alguien a quien admirábamos; y en el caso del santurrón una puesta en escena absolutamente necesaria para medrar en la política. En cualquier caso, lo cierto es que los compasivos multiplican la miseria humana. Todo el que de verdad siente el dolor del otro quedará destruido por la proliferación inmisericorde de ese dolor en los medios de comunicación actuales. Recordamos entonces a Jung cuando consideraba que el ser humano está capacitado para enterarse solo de lo que ocurre a setenta kilómetros a la redonda. O a una psiquiatra lacaniana contando que a su consulta llegaban los pacientes verdaderamente traumatizados por las noticias de cada día. Por otra parte, en las éticas helenísticas ya se decía que si no te soportas a ti mismo, porque eres feo y odioso, entonces haces muy bien en dedicarte al otro: la compasión como huida. En suma, la compasión debilita y destroza si es genuina, y podríamos concluir, aludiendo a Spinoza, ese predecesor de Nietzsche, que la ayuda a los demás y la solidaridad las exige propiamente la razón concebida como utilidad propia: nada es más útil a un ser humano que otro ser humano. Pero no ese sentimiento de la compasión, que nos puede hundir y que, por otra parte, generalmente humilla al que es compadecido. Porque ¿a quién le gusta que le compadezcan?     

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