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SEXO Y AMOR

Hace ya tiempo le oía decir a un filósofo español que se distingue por su excelente e irreverente humor, con el que habría buscado siempre la provocación, que el varón sabio echa un polvo y luego se va a dedicarse a sus cosas, sin mayor problema, sin que en absoluto le pase lo que tan irónicamente cantaba Javier Krahe: “[aquella mujer sin par…a la orillita del mar…] me dejó algo tocado pero sin exagerar”. También pude escuchar a la misma persona, frisando el sarcasmo al responder a quien le objetaba que, en su caso, necesitaba estar enamorado para echar un polvo, que “entonces se enamorará usted continuamente”. Y también, rizando el rizo, le oí aquello tan memorable de que, en una pareja estable y ya de años, de vez en cuando hay que echar un polvo fuera de contexto, porque de lo contrario acabará uno haciendo cosas muy raras, “como por ejemplo rezar”.

Todos recordamos que, en la opinión fundamentada de Schopenhauer, el amor sexual no sería sino una trampa que la naturaleza o la especie tiende a los pardillos, que entonces pasan a estar seguros de que la unión sexual con la persona amada les traerá la máxima felicidad posible, cosa de la que una y otra vez se desengañarán. Es el amor sexual para Schopenhauer el malvado genio de la especie, solo atento a que la representación continúe, a que el terror y la miseria de la vida se perpetúen, trayendo al mundo para ello a otra multitud de desgraciados. Y eso lo lograría con el poderosísimo deseo sexual, matriz de todas las pulsiones y todos los afectos, representante genital de la voluntad o el deseo como esencia del mundo. En una ocasión una alumna mía, al oír esto, me preguntó: “¿pero es que ese Schopenhauer nunca se enamoró?”. Pues probablemente no, aunque es cierto que alguna vez se obsesionaba con las actrices que recalaban en Frankfurt, por mucho que buena parte de su vida la pasara torturado por su intenso deseo sexual que no le dejaba nunca en paz, excepto cuando entraba en una exposición de pintura o iba a un concierto. La sexología moderna seguiría sin saberlo esta misma línea, porque intenta por todos los medios técnicos desmentir el omne animal post coitum triste de la aristotélica tradición. Aquí tenemos la concepción del sexo como necesidad biológica, mayormente como el orinar pero más complicado y a veces más placenteri, necesidad casi igual de imperiosa que el hambre, excepto para algunos curas y monjas, y lo mismo de distorsionadora que el hambre, pues cuando se está salido/a se ve el mundo en determinados términos, y en determinados colores, y no en otros. A Günther Grass, en el Berlín devastado por las bombas al acabar la guerra, se le iba todo el día buscando con desesperación tres cosas que escaseaban en la ciudad: comida, arte y mujer. En esta óptica tecnocientífica del sexólogo moderno de lo que se trata es de aprestar trucos y tácticas y metodologías para obtener ese placer que va a satisfacer la necesidad. Los juegos del amor prepararían al cuerpo para liberarse correctamente de la tensión acumulada. Es la concepción higiénico-recreativa del sexo, que por supuesto carecerá de toda razón para limitarse a alguien en concreto. Ya distinguía otra vez Schopenhauer entre el deseo sexual en general, abierto en su indeterminación, lo que castizamente podemos llamar las ganas, y la determinación del deseo como deseo de una persona concreta, o sea, el enamoramiento, que es donde se oculta para Schopenhauer la trampa de la especie. Porque, como observaba este célebre machista frecuentador de burdeles, una mujer fea e indiferente para mí me puede proporcionar el mismo placer que aquella de la que estoy enamorado. Así que, si tenemos en cuenta el interés de cada uno en no caer en la trampa, según Schopenhauer enamorarse no sería sino complicarse la vida estúpidamente.

Luego, por supuesto, queda la idea de que el sexo es o debe ser la expresión del amor entre dos personas, e incluso su realización: lo que se haría en el sexo, como se dice en inglés, es el amor, making love. El amante de la pasión, ese meta-amante que era Stendhal, según un amigo suyo que le veía a diario, se pasaba todos los días enamorado, o creyendo que lo estaba. Ya se sabe que el gran sabio occidental del amor, Sigmund Freud, pensaba que la corriente sexual y la amorosa son diferentes, independientes aunque relacionadas, y no tienen por qué coincidir en la misma persona. Ahora bien, cuando coinciden, concluía, es un auténtico logro, una enorme suerte para los amantes que no les toca a muchos, pero para tenerla haría falta también un cierto saber hacer. Hay que saber amar, y eso no está al alcance de cualquiera. Nada habría en la vida como el sexo con amor, aunque por esa misma razón es peligroso, o incluso lo más peligroso. Antes de Freud, el componente valorativo que en este terreno jamás falta porque somos humanos, lo introdujo Nietzsche al hablar de que el deseo sexual puro y duro dejaría de ser estúpido o juvenil (dejaría de tirarnos hacia abajo, de degradarnos) cuando se llega a “desposar” con el espíritu. La unión del sexo con el espíritu es lo que se llama amor, nietzscheanamente entendido.

No se sabía bien si Stendhal estuvo todos los días de su vida enamorado, o simplemente creía estarlo. Las alucinaciones en este terreno del amor son muy frecuentes, pues en toda pasión, como advirtió Descartes e intentó solucionar la sabiduría de Spinoza, tomaría parte forzosamente lo imaginario. ¿Cómo se puede saber si en una relación sexual hay amor o es de amor? ¿Cómo estar seguro de si no se trata de una alucinación producida por la necesidad (muy humana, casi definitoria de lo humano, en el enigmático buen sentido) de justificar y dignificar el puro deseo animal? Sin pretender zanjar cuestión tan difícil, por supuesto, yo por mi parte diría que el amor practica el sexo buscando el placer del otro, y sobre todo, es en el placer de la persona amada donde encuentra su propio placer, de modo que en resumidas cuentas los dos placeres serían el mismo placer. Porque está claro que, si no fuera así, cada uno iría a lo suyo y sanseacabó, como el varón sabio del filósofo español, por mucho que sea verdad que para tantísimas personas, sobre todo de género masculino, sea importantísimo dejar satisfecha a la pareja, pero no por amor sino más bien como la delectación narcisista de considerarse el mejor o de los mejores. O sea, algo que podría tener que ver con lo que Stendhal llamaba el amor-vanidad, querer solo porque quieres que te quieran. Desde luego que la sexología y su saber técnico puede ponerse al servicio del sexo de enamorados, los saberes instrumentales no tienen por qué servir a un solo amo, y ya decía Paul Simon que «las herramientas» del amor se gastan. Y vaya si se gastan…