Se me había alojado una dura perplejidad en el esófago, yendo yo por ahí muy molesto atragantado con ella desde que, en el restaurante de mi Facultad de Filosofía, de repente las camareras y los camareros, pero ahora recuerdo que las camareras no, un buen día aparecieron luciendo en el cuello de la camisa de blanco impoluto dos o tres banderas rojigualdas destelleantes, las de todos los españoles y las españolas. Me quedé sin saber qué decir, con la boca abierta, yo que nací 18 años antes de que el Gran Cabrón la espichara. La empresa que yo conocía de tantos años, y que atendía el restaurante estupendamente, al parecer había perdido el concurso que se acababa de celebrar, porque tocaba renovar, y se rumoreaba que la que iba a ocupar su puesto había ofrecido costes de risa Marisa, sin que se fuese a notar lo más mínimo en la excelencia del servicio, y de la comida (esto último se reveló completamente falso). Algún camarero que pudo ser rebelde y en ese momento se largó, me llegaría a comentar que con la nueva empresa la explotación a que se les iba a someter ya pertenecía al ámbito de lo insufrible, pero vaya usted a saber porque igual aprovechaba para jubilarse. Preguntando a unos y a otros obtuve como única respuesta que la empresa entrante era la misma que la que prestaba servicio en no sé qué ministerio o en no se qué instalación militar, y de ahí el estandarte de la patria…Me asustó aquella impericia en el manejo de la deducción natural en medio de una Facultad filosófica. Luego, en la terraza de un bar en una calle toledana, volví a observar a las camareras, también ellas, con rojigualdas en la manga corta del uniforme. Una de ellas española y otra americana del sur. Como la ciudad imperial es como es, se me vino al magín la temática de la militarización municipal de la hostelería. Sin duda como gesto intimidatorio para que la improbable clientela «roja» contuviera la lengua, porque soy de los que piensan que Franco no ha muerto, ¡qué va!, el populacho ignaro le sigue adorando porque no se puede desprender de papaíto.
Pero no, a la solución del enigma arribé partiendo de la más memorable intervención de Gabriel Rufián en el Congreso. «No tengo para pagar el alquiler porque me lo han subido a traición», respuesta de PPVOX: «¡España!». «No llego a fin de mes, estoy en la calle, no me operan de un tumor…», respuesta de PPVOX: «¡España!»— Todo más claro que el agua: los camareros pueden trabajar doce horas diarias por sueldos cada vez más ridículos. Pero se les compensa con capital simbólico de orgullo lo que sube su explotación cada vez más salvaje. «Somos españoles, ahí es ná, y nos paseamos doce horas diarias con la bandera que para nosotros, peruanos…, encarna las delicias sel sueño español».
