Dese sus mismos comienzos en los albores de la sociedad de consumo, se ha venido concediendo a los publicistas algo increíble que no lo tuvo jamás el resto de los mortales. El derecho a a mentira, nada menos, con el pretexto de establecer que un publicista es un artista, les llamaban «creativos» a estos incultos bandoleros. Un trolero y un embarcador es desde entonces un genio del arte, asistido además por la investigación de la psicología de ventas y del neuromarketing. Pero la verdad es que en la publicidad hemos aprendido a disfrutar del embuste y la estafa, por eso nos ha convertido en estúpidos contagiándonos de su absoluta estupidez. La publicidad ha abierto las puertas al infierno que ahora se avecina. Trump y Musk no son otra cosa que embaucadores expertos en vender humo. Por eso hay un lazo profundo que une al publicista con el sacerdote.
Los putos anuncios
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