En la particular campaña contra uno de los núcleos de la cultura occidental a la que iba a consagrar toda su vida, el polímata galaico Ben-Cho-Sey explicaba a quien quisiera hacerle caso que la intolerancia al cristianismo que él como tantos otros padecía, y que, dicho sea de paso y otra vez, a decir verdad constituye el motor de su actividad, como él mismo iba a reconocer en su texto programático e iniciático Déixate xa de contos que pareces parvo!, no sería en último término otra cosa que intolerancia a la estupidez humana, puesto que ya se sabe que la veía ejemplificada como en ninguna otra doctrina y práctica de vida en el cristianismo, para él “la estupidez par excellence”. La locura paulina de la cruz no pasaría de ser en último término, para Ben-Cho-Sey, la tontería de la cruz, que nos puede aquejar casi a todos cuando sufrimos demasiado por las cabronadas del mundo y además estamos en una situación de impotencia que nos impide tomarnos la justicia por nuestra mano. Entonces muchos se trastornan. Y en este punto no difería tanto de Nietzsche como en otros, pues insistía en que cuanto más próximo se halle el cristianismo al progresismo y a la ciencia tanto más “criminal” es su práctica. Encontraba Ben-Cho-Sey que toda la doctrina y toda la vida cristiana, si uno es decente, han de supeditarse a la promesa de Jesús de que quien crea en él tiene reservada para toda la eternidad una habitación en lo que llamaba el salvador literalmente “la casa de mi Padre”: este es el único sentido de los cuatro evangelios, no hay otro. De manera que el que tiene el atrevimiento de mantener la moral cristiana sin esta creencia personal no sería más que un cobarde o un aprovechado carente de vergüenza, doblemente estúpido, o a lo peor un estúpido demasiado listo. Hacía remontar Ben-Cho-Sey esta actitud tramposa y carente de pensamiento nada menos que a Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, cuando dieron en escribir, más o menos, que a ver quién va a creer en lo que dice creer la Iglesia Cristiana, pero que por supuesto esto no se le puede decir al pueblo porque entonces los trastornos sociopolíticos acabarían con la civilización. Mucho más tarde Napoleón iba a pensar que la religión (cristiana) para lo que servía en realidad era para que los pobres no les cortaran el cuello a los ricos. Para el polímata galaico hasta tan lejos se remonta lo que sería el “repugnante jesuitismo de los sinvergüenzas”, que consideraba estupidez singularmente astuta pero ya imperdonable.
Por otra parte, cumple recordar que en un capítulo tristemente célebre de Déixate xa de contos que pareces parvo! nos encontramos con que se dedica nuestro autor a evidenciar y denunciar las estrategias cristianas de sutil exterminio de todo aquel que declara o solo sugiere o parece sugerir, en su pensar o en su actuar, que él o ella simplemente no es cristiano. Como no se deje convertir, claro. Desde dejarlo sin empleo y matarlo de hambre, hasta hacerlo pasar por loco o hacerlo enloquecer literalmente, o dar motivos suficientes para encarcelarlo. Porque si es verdad que el cristiano, por encima de cualquier otra consideración, “lo que desea es ser pagado” (con un residencia que resistirá toda entropía, nada menos que en la casa del Padre), como apuntó Nietzsche, también lo es que anhela satisfacer su sadismo no dejando ni rastro del no cristiano, como si no hubiese existido nunca, extendiendo a tal fin la idea de que el monstruo inmundo es muy raro o simplemente no puede existir. No pocas de estas técnicas de neutralización radical de tenue pero dolorosa violencia dejaron huella en las sólidas carnes del sabio.
