Es cierto que el individuo no sería nada, que lo que cuenta es el gran todo. Pero lo cierto es que es el individuo lo que hay o lo que es en el sentido pleno del término como cita de los dos sentidos. Y no digamos ya el individuo que logra llegar a ser el que es, navegando todas las mediaciones. De este vale lo que Jesús iba a decir de sí mismo, YO es y soy la verdad y la vida.
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POSVERDAD
«A ver quién de los que saben va a creer en la simpleza de la existencia de un Dios como el de la Iglesia de Cristo! Pero esto que digo, que de ningún modo vaya a salir de aquí!! Cualquiera sabe qué iban a poder hacer los insipientes si se llegaran a enterar de esta verdad. Tienen que seguir creyendo, CONVIENE que sigan creyendo, por el bien de todos!!!»
«Lo de menos es creer o no creer, lo más importante es seguir diciendo que se cree, seguir creyendo que se cree. Porque ahí está el vínculo entre los hombres, ahí y en ningún otro lugar, condición de posibilidad de la convivencia y de la paz, de toda política viable».
«La religión es eso que existe para que los pobres no les corten el cuello a los ricos».
A propósito de la religión cristiana fue como entraría en el mundo la POSVERDAD: Giordano Bruno y el Jesuitismo, pero ya antes, si mal no recuerdo, Nicolás de Cusa. Napoleón…
EL SÍNTOMA RELIGIOSO
Si la religión es un error, observaba Wittgenstein en cierta ocasión de esas de extrema lucidez, es un error «demasiado grande», implicando con ello que resulta muy extraño que tantísima gente se haya equivocado tantísimo. Esto es verdad, no cabe duda, y nos lleva a pensar que la religión, más que un error, lo que es en realidad es un síntoma. Un compromiso psíquico y social que nos resuelve el dolor de conflictos muy duros, y que a muchos les habría permitido construirse una vida y una muerte más o menos soportables. Si el humano es «el animal enfermo», entonces su analgésico y antidepresivo, a veces también su anfetamina, es la religión. Pero hay que notar que cuando Wittgenstein pensaba esto estaba pensando en el cristianismo, igual que Freud pensaba sobre todo en la religión antídoto de las heridas del Edipo. Por eso la muerte de Dios nos obligaría a sucumbir como humanos, y quién sabe si a mutar en sobrehumanos, capaces de amar la vida sin andaderas ni drogas, sin adorar a fantasmas. La vida como ella es, «una mujer», que decía Nietzsche.
FILOSOFAR
Una cosa son los profesores de Filosofía y otra diferente los filósofos, pueden coincidir en la misma persona pero es difícil. Y no es infrecuente que cuando un filósofo o filósofa llega a ser profesor, porque es importante encontrar «un alveolo institucional» para poder comer, entre otras cosas, los primeros se alarman porque se sienten automáticamente cuestionados. Y como es lógico se consagrarán a la tarea de destruirle o destruirla. Ya escribió Schopenhauer que al profesor de Filosofía le interesa lo que a cualquier otro empleado que va a lo suyo, aunque todos los que lo son van a lo suyo, hacerse con una buena posición que le garantice un futuro pasadero, a él y su familia. Y al servicio de este más que lógico objetivo, que no estoy diciendo que no lo sea, pondrán todo el vigor de su hipocresía. Un vigor inaudito, aquí sí que son verdaderos genios. Igual que si trabajaran en una firma de hidrocarburos o en una franquicia de mercerías online.
Con los tiempos que corren esto hs llegado al colmo, es decir, a eliminar toda posibilidad de supervivencia para el que es de verdad filósofo o filósofa. Hoy lo único importante para los empleados del Estado o si no de la Iglesia, una de dos, porque les llevará directamente a su meta, no sería otra cosa que saber venderse o promocionarse. Self-marketing. Es algo comprensible, sin duda, pero solo si no llega a consumir el tiempo disponible para estudiar, en el caso del profesor de Filosofía. Y de hecho, con la exageración empresarial que nos consume, no queda libre ni un minuto. La inteligencia social triunfa hasta el punto de convertirse en la única valiosa, porque con ella se hace carrera y se vehicula la voluntad de poder de cada cual.
Es una época extraordinaria la nuestra, sobre todo por su máxima claridad, al ser la época de la absoluta impudicia. Así que hoy se reconoce sin esfuerzo al filósofo o a la filósofa, porque resulta obvio que, para quedar bien con todos y ser amigo de todo el mundo (condición necesaria para venderse y promocionarse), resulta esencial no pensar por sí mismo. Si quieres gustar a todos, o a cuantos más mejor, y qué culpa tienes tú de que los demás a quienes no gustas sean tan malos, no puedes decir sinceramente lo que piensas, ni siquiera a los de tu mismo partido o bando o banda. Y en el límite, no deberás pensar por tu cuenta, porque renunciar a pensar por tu cuenta les garantiza a todos que no vas a decir nada que pueda molestar, y entonces no eres mala gente sino un tipo estupendo. Pero el pensamiento que refuerza el narcisismo del lector o del oyente no es pensamiento, lo es el que les dificulta la digestión. No es pensamiento sino ganas de que se hable de ti, es decir, en el fondo ganas de mandar. Es probable que mandar sea lo que buscas cuando buscas que se hable de ti.
Filosofar molesta, eso no tiene vuelta de hoja, hasta el punto de que constituye uno de los criterios para distinguir al pensador o la pensadora verdadera. De modo que, en la era del marketing que es la nuestra, mal lo tiene la filosofía. Pero en realidad siempre habría sido así, solo que con una más baja intensidad. El verdadero problema de ahora es la extrema impostura a la que se está llegando, el empresario de sí mismo haciéndose pasar por filósofo. Como si el crítico de arte especialista en Picasso, aspirase a suplantar a Picasso, y para ello intentara destruir a Picasso con todas sus fuerzas, Picasso que es su condición de posibilidad, coaligado con una legión de críticos de arte. O aún peor, como si su marchante intentará suplantar a Picasso. Con lo que no estoy diciendo que no sea necesario el marchante.
CUIDADO CON HEGEL
Ortega honró a Hegel con el título de «emperador del pensamiento». Estoy de acuerdo, porque eso para mí viene a significar que Hegel es el actor que interpretó en sus escritos el mayor delirio de todos los paridos por la cultura occidental, más grande incluso que esa «locura de la cruz» que los hegelianos habrían llevado al paroxismo. Si es difícil creerse hoy los dogmas cristianos, no digamos los de la dialéctica, que son, si cabe, aún más peligrosos. El individuo, tú y yo y él y ella, quedaríamos reducidos a residuos metabolizados de la marcha triunfal de la Razón en la Historia (las dos con mayúsculas, lo que es el ne vas plus de falsedad a la que se ha podido llegar). Claro está que Hegel redefine al individuo (siempre se trata de eso, de redefinir, te redefinen a su gusto antes de cortarte el cuello), pero el caso es que queda muy claro, y ahí está Stirner, que el individuo para Hegel debe ser cagado, así como suena, por la salud de la señora Razón. El individuo una vez metabolizado deberá irse váter abajo porque no es sino mierda. Con eso Hegel da a conocer el verdadero sentido de la salvación cristiana. La absoluta demencia «racional» que se expresa en lo de «la época elevada a concepto» lleva directamente al Gulag, al paredón, a la purga: el individuo ya consumido debe ser cagado. Y así se salva, mire usted por dónde. Tu alma inmortal sale a la luz cuando ardes en la hoguera de la Historia-Razón. El hegelianismo es una filosofía de gente que se odia a sí misma. Y su salida no es otra que la pasión de controlar a los demás en su delirante totalización. Solo un demente podría haber hablado del «viernes santo especulativo».
Creer en que la Historia obedecería a cualquier tipo de lógica que tenga que ver con algo así como la realización de algo, vaya a usted a saber si de la autoconciencia, supone para mí una auténtica enfermedad mental que solo puede llevar a la propagación y al contagio de la enfermedad mental. Ya demostraría Freud que la omnipotencia del pensamiento en realidad viene a ser la esencia de toda psicosis.
NUESTRO DERECHO A LA MENTIRA
Es sabido que Kant ponía como ejemplo de inmoralidad sobre todo a la mentira, porque es al mentir cuando se instrumentaliza al otro o se le toma como un medio para nuestros fines. Eso estuvo muy bien, sin duda, aunque se basaba en la idea errónea de que todos los hombres son iguales, en principio en cuanto «hijos de Dios», o vaya usted a saber. Ahora se sabe positivamente que unos hombres son imbéciles y otros no, y entonces la cosa de la moral habría cambiado, en el sentido de que mentirles es lo único que se puede hacer para defenderse de los ataques de los tontos de baba, o sea, de los que navegan cómodos en su insensatez con la mayor de las impunidades, aquellos o aquellas obstinados en la insensatez como si tal cosa, inmunes tanto a la evidencia como al razonamiento. Contra esos, contra esas, no solo está autorizada la mentira, sino que está indicada, requerida: ¡miente al idiota! Miéntele para que se líe, se embarulle, para que te deje en paz. Eso sí, cuidado con el código penal…los hay que han estudiado leyes.
SEXO Y AMOR
Hace ya tiempo le oía decir a un filósofo español que se distingue por su excelente e irreverente humor, con el que habría buscado siempre la provocación, que el varón sabio echa un polvo y luego se va a dedicarse a sus cosas, sin mayor problema, sin que en absoluto le pase lo que tan irónicamente cantaba Javier Krahe: “[aquella mujer sin par…a la orillita del mar…] me dejó algo tocado pero sin exagerar”. También pude escuchar a la misma persona, frisando el sarcasmo al responder a quien le objetaba que, en su caso, necesitaba estar enamorado para echar un polvo, que “entonces se enamorará usted continuamente”. Y también, rizando el rizo, le oí aquello tan memorable de que, en una pareja estable y ya de años, de vez en cuando hay que echar un polvo fuera de contexto, porque de lo contrario acabará uno haciendo cosas muy raras, “como por ejemplo rezar”.
Todos recordamos que, en la opinión fundamentada de Schopenhauer, el amor sexual no sería sino una trampa que la naturaleza o la especie tiende a los pardillos, que entonces pasan a estar seguros de que la unión sexual con la persona amada les traerá la máxima felicidad posible, cosa de la que una y otra vez se desengañarán. Es el amor sexual para Schopenhauer el malvado genio de la especie, solo atento a que la representación continúe, a que el terror y la miseria de la vida se perpetúen, trayendo al mundo para ello a otra multitud de desgraciados. Y eso lo lograría con el poderosísimo deseo sexual, matriz de todas las pulsiones y todos los afectos, representante genital de la voluntad o el deseo como esencia del mundo. En una ocasión una alumna mía, al oír esto, me preguntó: “¿pero es que ese Schopenhauer nunca se enamoró?”. Pues probablemente no, aunque es cierto que alguna vez se obsesionaba con las actrices que recalaban en Frankfurt, por mucho que buena parte de su vida la pasara torturado por su intenso deseo sexual que no le dejaba nunca en paz, excepto cuando entraba en una exposición de pintura o iba a un concierto. La sexología moderna seguiría sin saberlo esta misma línea, porque intenta por todos los medios técnicos desmentir el omne animal post coitum triste de la aristotélica tradición. Aquí tenemos la concepción del sexo como necesidad biológica, mayormente como el orinar pero más complicado y a veces más placenteri, necesidad casi igual de imperiosa que el hambre, excepto para algunos curas y monjas, y lo mismo de distorsionadora que el hambre, pues cuando se está salido/a se ve el mundo en determinados términos, y en determinados colores, y no en otros. A Günther Grass, en el Berlín devastado por las bombas al acabar la guerra, se le iba todo el día buscando con desesperación tres cosas que escaseaban en la ciudad: comida, arte y mujer. En esta óptica tecnocientífica del sexólogo moderno de lo que se trata es de aprestar trucos y tácticas y metodologías para obtener ese placer que va a satisfacer la necesidad. Los juegos del amor prepararían al cuerpo para liberarse correctamente de la tensión acumulada. Es la concepción higiénico-recreativa del sexo, que por supuesto carecerá de toda razón para limitarse a alguien en concreto. Ya distinguía otra vez Schopenhauer entre el deseo sexual en general, abierto en su indeterminación, lo que castizamente podemos llamar las ganas, y la determinación del deseo como deseo de una persona concreta, o sea, el enamoramiento, que es donde se oculta para Schopenhauer la trampa de la especie. Porque, como observaba este célebre machista frecuentador de burdeles, una mujer fea e indiferente para mí me puede proporcionar el mismo placer que aquella de la que estoy enamorado. Así que, si tenemos en cuenta el interés de cada uno en no caer en la trampa, según Schopenhauer enamorarse no sería sino complicarse la vida estúpidamente.
Luego, por supuesto, queda la idea de que el sexo es o debe ser la expresión del amor entre dos personas, e incluso su realización: lo que se haría en el sexo, como se dice en inglés, es el amor, making love. El amante de la pasión, ese meta-amante que era Stendhal, según un amigo suyo que le veía a diario, se pasaba todos los días enamorado, o creyendo que lo estaba. Ya se sabe que el gran sabio occidental del amor, Sigmund Freud, pensaba que la corriente sexual y la amorosa son diferentes, independientes aunque relacionadas, y no tienen por qué coincidir en la misma persona. Ahora bien, cuando coinciden, concluía, es un auténtico logro, una enorme suerte para los amantes que no les toca a muchos, pero para tenerla haría falta también un cierto saber hacer. Hay que saber amar, y eso no está al alcance de cualquiera. Nada habría en la vida como el sexo con amor, aunque por esa misma razón es peligroso, o incluso lo más peligroso. Antes de Freud, el componente valorativo que en este terreno jamás falta porque somos humanos, lo introdujo Nietzsche al hablar de que el deseo sexual puro y duro dejaría de ser estúpido o juvenil (dejaría de tirarnos hacia abajo, de degradarnos) cuando se llega a “desposar” con el espíritu. La unión del sexo con el espíritu es lo que se llama amor, nietzscheanamente entendido.
No se sabía bien si Stendhal estuvo todos los días de su vida enamorado, o simplemente creía estarlo. Las alucinaciones en este terreno del amor son muy frecuentes, pues en toda pasión, como advirtió Descartes e intentó solucionar la sabiduría de Spinoza, tomaría parte forzosamente lo imaginario. ¿Cómo se puede saber si en una relación sexual hay amor o es de amor? ¿Cómo estar seguro de si no se trata de una alucinación producida por la necesidad (muy humana, casi definitoria de lo humano, en el enigmático buen sentido) de justificar y dignificar el puro deseo animal? Sin pretender zanjar cuestión tan difícil, por supuesto, yo por mi parte diría que el amor practica el sexo buscando el placer del otro, y sobre todo, es en el placer de la persona amada donde encuentra su propio placer, de modo que en resumidas cuentas los dos placeres serían el mismo placer. Porque está claro que, si no fuera así, cada uno iría a lo suyo y sanseacabó, como el varón sabio del filósofo español, por mucho que sea verdad que para tantísimas personas, sobre todo de género masculino, sea importantísimo dejar satisfecha a la pareja, pero no por amor sino más bien como la delectación narcisista de considerarse el mejor o de los mejores. O sea, algo que podría tener que ver con lo que Stendhal llamaba el amor-vanidad, querer solo porque quieres que te quieran. Desde luego que la sexología y su saber técnico puede ponerse al servicio del sexo de enamorados, los saberes instrumentales no tienen por qué servir a un solo amo, y ya decía Paul Simon que «las herramientas» del amor se gastan. Y vaya si se gastan…
