Por supuesto que la cuestión del sentido de la vida tiene perfecto sentido, lo que nos despista es que por supuesto la vida humana no tiene de hecho sentido alguno en sí misma, y entonces habría que dárselo. Más allá de la idiotez de cada cual, la generalización más fácil en este terreno, necesaria para la convivencia y el entendimiento entre los hombres, ha venido siendo casi siempre darle a la existencia el sentido universal de incrementar EL BENEFICIO, como concluía Stendhal en su retrato de los habitantes de aquella ciudad francesa poco después de la Revolución, al comienzo de Rojo y negro. En eso pueden concordar todos los seres humanos, los pequeños y los grandes, y es que todos, en lo básico, seríamos perfectamente vulgares. Porque ni el placer ni la gloria tendrían para el vulgo ninguna clase de independencia ontológica respecto del incremento del beneficio económico, y la spinoziana felicidad del sabio en nuestros días hace reír pues casi nadie la entiende. El Nihilismo se habría resuelto entonces de esta manera, reorientando el ascetismo, que al parecer nos hace tanta falta siempre, en la dirección de la ganancia de dinero como redención contante y sonante. Bien forrados de oro, podemos volver a tener esa magnífica experiencia religiosa que destacaba Wittgenstein en su Conferencia de ética, la experiencia de la seguridad absoluta de que nada nos puede pasar.
El sentido de la vida
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