1. Nos informa Gibson, en su monumental biografía del poeta (Ligero de equipaje), de que el “influyente y progresista” diario madrileño El Liberal anunciaba el 30 de enero de 1908, en plena portada, su plan de publicar poemas de los jóvenes “POETAS DEL DÍA”, una sección con el subtítulo de “Autosemblanzas y retratos”. Y ello porque se quería dar a conocer que en España la poesía en absoluto hallaba en decadencia, al contrario de lo que, según la opinión común del momento, ocurría en Portugal y en Italia[1]. La primera de estas autosemblanzas correspondió al poeta mexicano Amado Nervo. Pues bien, como acabamos de leer en el informe de Gibson, la segunda de la serie iba a ser publicada el 1 de febrero de 1908 bajo una fotografía del poeta: nada más y nada menos que el hoy famoso “Retrato” de Antonio Machado[2]:
Mi infancia son recuerdos de un patio de
Sevilla
y un huerto claro donde
madura el limonero;
mi juventud, veinte
años en tierra de
Castilla;
mi historia, algunos
casos que relatar no
quiero.
Ni un seductor
Mañara ni un Bradomín
he sido
–ya conocéis mi torpe
aliño indumentario—
mas recibí la flecha que
me asignó Cupido
y amé cuanto ellas
pueden tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas
de sangre jacobina,
pero mi canto nace
de manantial sereno;
y más que un hombre
al uso, que sabe su
doctrina,
soy, en el buen sentido
de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y / en la moderna estética/ corté las viejas rosas del / huerto de Ronsard; /mas no amo los / afeites de la actual / cosmética, / ni soy un ave de esas del / nuevo gay-trinar. / Desdeño las romanzas / de los tenores huecos / y el coro de los grillos / que cantan a la luna. / A distinguir me paro las / voces de los ecos, / y escucho solamente / entre las voces, / una. / ¿Soy clásico o romántico? / No sé. Dejar / quisiera / mi verso como deja el / capitán su espada, / famosa por la mano / viril que la blandiera, / no por el docto oficio / del forjador preciada.
Converso con el
hombre que siempre
va conmigo
–el que habla solo
espera hablar a Dios un
día–.
Mi soliloquio es plática
con este buen amigo,
que me enseñó el secreto
de la filantropía.
Y, en suma, nada os
debo: debéisme cuando
he escrito.
A mi trabajo acudo; con / mi dinero pago / el traje que me cubre y / la mansión que habito, / el pan que me alimenta / y el lecho donde yago. /
Y cuando la hora llegue
del último viaje,
y esté al partir la nave
que nunca ha de tornar,
me encontraréis a
bordo ligero de equipaje,
casi desnudo,
como los hijos de la mar. (XCVII)
Me voy a centrar esta tarde en el ensayo de averiguar en qué podría consistir ser bueno en el buen sentido de la palabra (“bueno”). Para empezar, son de notar, merecedoras de atención, todas las cosas que quedan excluidas por el simple hecho de condensar lo que alguien es en la afirmación que hace ella o él mismo de que “es bueno en el buen sentido de la palabra”. Ante todo, la serenidad que no es frecuente constatar en la actitud política radical, que sería la adecuada si la tomamos en el sentido de tomar las cosas por su raíz, esa serenidad que A. Machado resalta en el poema, excluye de entrada la natural tentación del bueno a imponer la justicia a martillazos, caiga quien caiga, aunque sea él o ella misma el que va a caer. Es decir, siendo la familia del poeta perteneciente a la selecta sociedad de los republicanos españoles, anticlericales y socialistas para más inri, tanto su padre como su abuelo, sobre todo con su ingente labor de folkloristas, asimismo en el mejor sentido de la palabra (la sabiduría es, ante todo, la del pueblo: el Folk-Lore), con todo lo mal que lo tuvieron que pasar, y no solo económicamente, en un país culturalmente desolado en el que el único ensayo de educación no castradora iba a ser el que iniciara la heroica Institución Libre de Enseñanza[3], de los krausistas españoles. (Cf. Baroja en Camino de perfección: los jesuitas y la mariposa negra del pecado, que hace a los jóvenes, o impotentes en su timidez, o si no malvados y ladrones).
Lo primero que hace falta para poder ser bueno, en el buen sentido de la palabra, concluimos, no es sino esa serenidad de fondo que solo da, hoy lo sabemos bien, haberse criado en una familia más o menos sensata, es decir, que solo da la pura suerte[4]. Y eso era la familia de los dos poetas, una sensatez de base que por supuesto no solo tolera sino que hasta fomenta cualquier locura de la creativas, o sea, siempre que sea solo relativa o teatral.
Lo segundo que excluye el ser bueno es seguir una doctrina particular o propia. Es decir, para ser bueno en el buen sentido no se puede ser idiota, serlo no conviene en absoluto, aunque esto no tiene nada que ver con hacerse el tonto, cosa de cuando en vez hasta imprescindible. El hombre “que sabe su doctrina” se podría comparar con el dormido de Heráclito, con el imbécil que ni siquiera barrunta que el logos es común, puesto que es cósmico. Saber su doctrina no es otra cosa que no resignarse a la propia limitación, o mejor, negarla, no intuirla como limitación sino como apertura, como todo lo contrario. Que uno sepa su doctrina, en este sentido constitutivo del mamarracho, significaría, por lo tanto, que uno no la sabe como doctrina suya sino como LA doctrina, así que obligatoriamente de todos.
Lo que sacamos en claro o en limpio de todo esto (ser sereno, no ser idiota), y de una manera casi inmediata, es que ser bueno en el buen sentido de la palabra es muy pero que muy difícil. Que se lo digan a Antonio M., con la vida que tuvo. Mantener más o menos la serenidad, originaria de la poesía, ¿en un mundo como este? No encerrase en la propia perspectiva, no habitar más o menos encerrado en la propia burbuja, decidirse, al contrario, por el encontronazo con el otro y con lo otro, ¿en un mundo como este? Toda una hazaña, no cabe duda. Es mucho, muchísimo más fácil, más cómodo, optar por la mentira, la falsedad, la ilusión, optar por el doble de Rosset (ese marido que descubre a la mujer en la cama con otro y que insistirá siempre en que ella no le engaña). “Todo está falseado hasta el fondo por los buenos”, leemos en el Zaratustra, cuando Nietzsche se refiere al mal sentido en que tantas veces se toma la palabra “bueno”, por ejemplo en ese dicho ruso según el cual alguien sería “tonto hasta la santidad”. Es muy fácil ser bueno en el mal sentido de la palabra, consuela y alegra no quererse enterar. Que es como vive la mayor parte de la gente, y a veces con buenos motivos, sin duda. Porque resulta un trago muy duro asumir la absoluta certeza en que estamos respecto de aquel consejo que Maquiavelo le daba a su príncipe: “es preciso saber ser no-bueno cuando hace falta”. Porque muchas veces hace falta, porque muchas veces lo exige la situación, a no ser que queramos dejar en suspenso nuestro compromiso originario con el otro y con el mundo, ese compromiso que nos hace a nosotros mismos como personas que habrían ido más allá del mono. El bueno en el mal sentido de la palabra es el que solo pude habitar y medrar en la mentira. Estar necesitado de la mentira, por ejemplo de la mentira de que to er mundo é bueno, por ejemplo de la mentira de que nadie es más que nadie (tan castellana, esa que necesitaba A. Machado para su bendita populolatría[5]), eso es lo que significa ser bueno en el mal sentido de la palabra “bueno”.
Y está claro que, de ningún modo, no tó er mundo é güeno, por la sencilla razón de que hay mucha gente que roba, pero no solo roba, eso tampoco sería lo que se dice imperdonable, sino que además es constitutivamente ladrona. El anthropos es el simio ladrón, creo que su dios era el mismísimo Hermes, si mal no recuerdo. Y no solo eso, es aún peor: resulta que, como el anthropos es el mono que tiene logos, resulta que es el animal maestro consumado en inventarse disfraces nobles, incluso santos, para sus expolios y latrocinios. Qué diría yo, la patria, la humanidad, el pueblo, el rey y la reina, lo que quiera que sea…Por eso queda claro también, en su enorme poema, que A. Machado era un hombre bueno en el buen sentido de la palabra, porque no debía nada a nadie, porque todo lo que tenía para vivir, y vivía más o menos con lo básico, se lo ganaba con su trabajo. En un mundo humano en que casi todos viven de lo ajeno, porque son muy amigos de lo ajeno, dinero o trabajo, servicios o ideas, sexo, personas…el bueno que lo es en el buen sentido vive de su trabajo exclusivamente. Y eso además le permite ser poeta porque no tiene que estar todo el día ocupado tramando discursos para enmascarar sus robos y engalanarlos con los ropajes de la virtud (por Dios y por España, o por la cultura). Y sin duda que con esto tiene mucho que ver la idea cuasi-platónica de una política del bien. El político bueno, en el buen sentido, es aquel que no necesita de la mentira, o tal vez ni siquiera del disimulo, para alcanzar los fines que su programa señala. El que practica la política de la verdad, entendida esta de un modo no-metafísico, y por lo tanto no-cínico, simplemente como sinceridad honesta. Como cuando un inglés comienza un discurso con la expresión “To be honest…” La posverdad lo que tiene de malo es que da por suprimida la posibilidad de una política del bien. Donald Trump se representa a sí mismo como dios, su autoconcepto es el del Jehová más chungo, el dios que tiene derecho a esgrimir unos “hechos verdaderos” de su invención contra los hechos puros y duros de los impíos que no creen en su palabra. La política del mal es la del trastornado por el narcisismo del dinero en excesiva abundancia, y esto ya lo ve A. Machado cuando hace confesión de modestia: “¡nunca pretendí la gloria!”. Jehová me ha elegido a mí, y entonces los ultrarricos tenemos que organizar el mundo y ordenar la vida de los pobres mortales, los pobres. Nos arrogamos el derecho a explotarlos o si ya no interesa matarlos. Ser pobre, incluso no ser riquísimo, como nosotros, significa para el buen entendedor que no te han elegido, así que estás apañado.
2. Fue la excelente novelista, y filósofa oxoniense, Iris Murdoch, aquella irlandesa genial, la que nos iba a dejar muy claro, en su obra fundamental: La soberanía del bien, algo que se suele asociar comúnmente con el platonismo (por lo menos el histórico-efectivo, como diría Gadamer): que es la idea del Bien la que nos hace ver lo real tal y como es, o sea, que lo real es bueno. Por lo menos, lo habríamos experimentado así a veces, las mejores veces en nuestra biografía, y me supongo que la crónica de mi vida se parecerá mucho, para bien o para mal, a la de cualquiera. Inserta ella en el movimiento de la filosofía del lenguaje ordinario, mencionando a la wittgensteiniana Anscombe, pero al mismo tiempo convenientemente sazonada su escritura por el existencialismo sobre todo francés de la época, por mucho que a menudo se pronunciase en contra tanto de analíticos como de continentales, y sobre todo en contra del “luciferino Heidegger”, Murdoch va a mostrarnos, a veces palmariamente, que la visión del mundo adecuada sería, invariablemente, la visión de las cosas “bajo la especie del bien”, sub specie boni. (He de declarar, sin embargo, que un partidario confeso, como yo, de la filosofía trágica, o de la lógica de lo peor, solo puede suscribir semejante idea de la soberanía del bien desde una filosofía del “como si”).Pero lo que me importa ahora es subrayar que, si admitimos que esta sería la visión del mundo adecuada, la de la confianza, la del amor (“solo el amor es digno de confianza”, según el fundador de la llamada Teodramática), lo admitimos solo porque es la única que funciona, y eso es hoy científicamente casi indiscutible. Es lo que digo yo, al pensar en la teoría del apego, porque es la idea que nos hace madurar como adultos más o menos sanos, madurar de la mejor manera, a niñas y niños. En cambio, la visión contraria, la de la desconfianza, la de la sospecha, por muy ajustadas o muy correcta que sea desde otro punto de vista, te sume desde el comienzo en un estado de alerta generalizada que puede muy bien llegar a ser crónico. Y se ha demostrado que, en estas condiciones de alerta crónica, la vida de las niñas y los niños muy probablemente será casi infernal para todo lo que siga, y también, casi con certeza, resultará casi infernal la de los que se relacionen de cerca con ellos, a no ser, claro, que la ciencia lo consiga arreglar. Lo que es, tal y como es el mundo en que vivimos y hemos venido viviendo siempre, solo se ve de la manera correcta, adecuada, decente, bajo la perspectiva del bien. Por ello, políticamente hablando, ha de ser siempre esa la perspectiva del gobernante. Simplemente por la razón de que la perspectiva opuesta conducirá con toda seguridad al desastre, tanto a la comunidad como al gobernante. Al hacer está lectura sé también que seguramente traiciono el pensar de Murdoch.
Al final, como es lógico, al plantear la idea del Bien, y no digamos después de la muerte de dios, de la metafísica tradicional, pero también del enfoque determinista de las ciencias empíricas, sobre todo de la psicología, no se tiene otra salida que ir a parar al tema del amor. Y es la misma pensadora de Oxford la que advierte esta necesidad, pero al mismo tiempo tiene presente que “el amor humano es normalmente demasiado posesivo y también demasiado ‘mecánico’ como para ser espacio de visión” (p. 132). Pero se cierra todas las salidas porque no quiere recurrir al misticismo. Por eso creo tener derecho a traicionarla, enfocando el Bien desde la perspectiva de la psicología empírica. Es desde la confianza como se producen personas equilibradas y con la mirada epistemológicamente despejada, capaces de verdad y de bien, a pesar de toda la desesperación del mundo. Y así, me permito juzgar a Antonio Machado, descrito por sí mismo en el poema del que hemos partido y en el que permanecemos. Se sabe que el poeta, cuando no tenía obligaciones, se pasaba el día yendo de un sitio para otro, sin parar de andar, conversando consigo mismo. Tal vez así aprendiera a cuidarse, e incluso, me atrevería a pensar, a quererse. Este souci de soi machadiano le habría enseñado al poeta, muy claramente dicho, la filantropía. Es decir, le habría sacado de la misantropía, para la que siempre hay justificación, de eso no cabe duda ninguna, pero que impide el desarrollo pleno de la creatividad de la que seríamos capaces los humanos. No hay que pasar por alto que, a la postre, la misma Murdoch iba a desembocar en el Gran Arte para dar un poco de consistencia a su idea de la soberanía del Bien.
3. EL MAL, LA GUERRA (MACHADO Y ZAMBRANO).
Los últimos artículos de Antonio Machado, que acabarán añadiéndose a Juan de Marena para darle remate, tratan de la figura humana de Don Blas, el padre de María Zambrano. Se trataba con él, para el poeta, de otra manifestación de la idea del Bien, si lo podemos decir así. Aquella amistad con la familia Zambrano nos va a llevar al planteamiento de todo lo que sirve para definir el sentido del bien, sobre todo en cuanto aplicado o ejercido en la actividad política de los humanos, en este caso españoles. Tenemos que empezar dejando constancia de que, en la trayectoria conducente al descubrimiento y formulación de la razón poética, justamente como entendimiento no-polémico, va a constituir uno de los pasos fundamentales, entre otros, pero tal vez el más notable, lo publicado por Antonio Machado en 1937 en Madrid (Espasa Calpe) con el nombre de La guerra (e ilustraciones de su hermano José). En la zambraniana contraposición inicial de filósofo y poeta, andaba la pensadora cavilando sobre ese asunto tan bergsoniano de que el pensamiento científico promueve una “descualificación”, una “desubjetivación” que abole la realidad inmediata y sensible. De modo que el filosofar moderno nos distancia del ser en su radical “heterogeneidad”. Entonces, María se va a fijar en el pensar poético de San Juan de la Cruz y de Antonio Machado como muestras evidentes de una modalidad de aproximación a lo real diferente, capaz de reintegrarle esa “intimidad” perdida. Es la misma realidad de naturaleza anímica, es decir, dotada de interioridad o de “alma”, y el pensamiento del poeta nos la descubre. Cita entonces Zambrano las siguientes palabras del Abel Martín machadiano, incluido en las Poesías completas del poeta:
Poesía y razón se completan y requieren una a otra. La poesía vendría a ser el pensamiento supremo por captar la realidad íntima de cada cosa, la realidad fluente, movediza, la radical heterogeneidad del ser. (María Zambrano: Los intelectuales en el drama de España, p. 129)
El comentario que a renglón seguido hará la filósofa en el mismo lugar (de Los intelectuales en el drama de España), nos va a resultar tan lacónico como significativo: “Razón poética, de honda raíz de amor”. Se reitera, de nuevo, que es la idea del Bien la que guía asimismo la intervención filosófica de María, pues la base de la razón poética, evidentemente, no es otra que el amor. Pero sucede que en estos momentos los republicanos españoles ven su vida amenazada, ven en peligro todo aquello que aman, por la guerra de los sublevados. Y entonces el amor que había organizado su política, cuando menos en proyecto desde la proclamación de la República, tendrá que habérselas con el odio de los que pretenden forjar una idea determinada de España, aun al precio de sacrificar a la mitad de la población. La política del bien, a fin de cuentas, no sería otra cosa, en la práctica diaria, que un modo de gestionar el mal, en toda su contundente realidad. En mi humilde opinión, no se puede pensar siquiera en prescindir del mal, el mal cumple una decisiva función, la de ayudarnos a bien morir, esto es, a despedirnos de la vida sin mayores patetismos, casi un poco como viendo un alivio en nuestro desaparecer. Sería terrible dejar de ser sin que eso implicara descansar del mal y librarnos de su olor repulsivo.
Ese avatar de la razón poética, fase previa en apariencia contraria, vale tanto para Zambrano como para Machado: se trata de la razón armada, o de unirse con la pluma a los milicianos madrileños. El poeta nos hablará contra “el señorito”, la filósofa del “fascista”:
El señoritismo ignora, se complace en ignorar — jesuíticamente— la insuperable dignidad del hombre. El pueblo en cambio la conoce y la afirma; en ella tiene su cimiento más firme la ética popular. ‘Nadie es más que nadie’, reza un adagio de Castilla (Machado: La guerra, p. 17).
Hay una cáscara en el fascismo, hay un nudo estrangulado en el alma del fascista que le cierra a la vida. Es la misma que veíamos en el idealismo europeo hacia la realidad, es la misma cerrazón que desde el romanticismo se ha ido agravando hasta llegar al tedio y a la incapacidad de experiencia. El fascismo ha elevado un culto a los ‘Hechos’, pero comienza eludiendo todo hecho y creándolo con su violencia; diríamos que, como el criminal, no cree en más hecho que en el que él realiza. Es el mismo desprecio del orden de las cosas y de las cosas mismas (Zambrano: Los intelectuales en el drama de España, p. 148).
El antipoeta y antifilósofo (en contra de la inteligencia) se cierra a lo real porque simplemente no soporta su visión, y si es fascista deberá violentarlo con una creación delirante. En una palabra, no solo es el mal lo que distrae (Kafka: a Machado y a Zambrano les distrajeron la vida), el mal es el resentimiento que pretende sustituir la subjetividad real por su negación violenta. En el resentimiento, (en la envidia como enfermedad sagrada), es el odio el que se vuelve creador, dejó dicho Nietzsche. La política fascista es la que sirve a la Muerte, y a ella quiere conducirnos.
FINAL:
La idea de España de la Segunda República es mucho más amable que la de los “nacionales”, por supuesto, pero igualmente ficticia (estoy de acuerdo con la Presentación de Mercedes Gómez Blesa de Pensamiento y poesía en la vida española). Es muy comprensible su insistencia en una “españolidad” que había sido usurpada por los franquistas. Pero si somos realistas, la España de Machado es Castilla y Andalucía, Cervantes, el español. En la España de Machado, en la de Zambrano, poco tienen que hacer las lenguas de Galeusca, si bien hay por lo menos una cortesía con el catalán, ya en la Guerra. Y la única referencia que he encontrado de Zambrano a Rosalía de Castro se limita a lamentar la tremenda pobreza de Galicia. Precisamente en el himno gallego, Eduardo Pondal nos dejó una referencia fundamental a “os bós e xenerosos”. Los buenos y los generosos, simplemente, son los que (nos) comprenden. Más exactamente, el Bien se constata en la disposición, en el interés, en el deseo de comprender al otro, mientras que el Mal se permite la villanía de no querer comprender a lo diferente, de silenciarlo, de negarlo.
[1] “Como Portugal e Italia, los dos países que hoy se honran con mejor y mayor número de poetas, España cuenta hoy día con una lucidísima generación de poetas jóvenes”, podíamos leer en el rotativo.
[2] Un poema en realidad sin título que iba a ser incluido con pocas e irrelevantes variantes cuatro años más tarde en Campos de Castilla. El poema que recojo responde al modo en que apareció exactamente en El liberal.
[3] “[Antonio Machado] sufrió por la postración de la España en la cual le tocó nacer, y creyó que la llegada de la República—para la cual había trabajado—significaba, ¡por fin!, el nacimiento del gran país libre y culto señado por su padre y su abuelo y por los prohombres de la Institución Libre de Enseñanza, entre quienes, después de su infancia sevillana, se había educado. Durante los cinco años del nuevo régimen luchó por la cultura, la democracia y el sentido común. Cuando se produjo la criminal sublevación de julio de 1936, no dudó en poner su pluma al servicio de la defensa de la legalidad. Y cuando tuvo que morir exiliado, lo hizo con dignidad, con estoicismo”. (Así comienza el libro de Gibson, con esta presentación general de la vida y la índole humana del poeta, en la página 11).
[4] El gran Juan Ramón Jiménez, otro grandísimo poeta, había observado incluso por escrito, que en la casa de los Machado ningún varón trabajaba, en un momento dado, sino que vivían todos de la pensión de la abuela.
[5] Si la populolatría mengua la sensatez, sin duda, también es verdad que alberga un sentido que la incrementa y además nos reconforta, porque no se puede negar que hay ocasiones en que hay Folk-Lore, un conocimiento del pueblo que es superior vitalmente al de los especialistas en cualquier cosa.
